¡Estoy estresado del ruído que hacéis chicos!, además que en esta casa nadie ha pensado que el mejor lugar no es siempre eso: el mejor. Veo todo deformado: narices abiertas, ojos que me dan miedo, bocas con enormes dientes. Todos como esférico. Creo me estoy enfermando. El otro día una chica me ha tomado unas fotografías, con el maldito flash que me dejó atontado, drogado por muchos días. Lo peor, es que me encuentro tan solo aquí, mi compañero se quiso esconder de todos estos maltratos y en lugar de protegerse, murió en el intento. ¡No quiero que me pase eso! Mas no puedo hacer ni decir nada: soy mudo como todo un pez que se respete.
lunes, 31 de marzo de 2008
Los Otros- Cuento de Andrea Zurlo
Yo-Yo Ma, enfundado en su traje protector blanco con máscara, atravesó con gesto rutinario el alambrado electrificado de seguridad para comenzar un nuevo día de trabajo.Un largo suspiró le empañó el cristal de la máscara, mientras esperaba a que se abriera el portón blindado de acero resplandeciente y que la luz roja de alarma de la frontera dejara de parpadear. El panorama ante sus ojos hubiera sido aterrador para cualquiera pero, después de muchos años de servicio, su estómago y su espíritu se habían fortalecido y ya no sentía ni repugnancia, ni dolor, ni nausea, ni pena, ni culpa.Por alguna razón, tal vez como método de autoprotección, su mente siempre prefería divagar por el pasado obviando la realidad que lo rodeaba. A menudo, pensaba en la buena suerte del señor Shao, su hermano mayor, que vivía en un piso lujoso, del otro lado de la ciudad, con su vida limpia, aséptica y perfecta…¡Por pocos minutos de diferencia! Sí, porque Yo-yo Ma y el señor Shao eran mellizos, pero el señor Shao asomó su cabeza al mundo cinco minutos antes que Yo-yo Ma, decretando su destino.El Gran Nuevo Imperio Chino no admitía más que un hijo. Con cinco mil millones de habitantes no había lugar para más. La ley era clara: en caso de mellizos, si los padres no decidían desembarazarse del segundo niño (un modo burocrático de decir asesinar), éste estaba condenado, desde su nacimiento, a ejercer las labores más humildes, era retirado de su familia y tratado como un paria social, sin derecho a existir; si bien la ley, de manera objetiva y correcta, lo definía, sencillamente, "un Exceso", pero un exceso orgulloso de servir al Gran Imperio.Ahora bien, si miraba a su alrededor, debía considerarse un privilegiado, después de todo él vivía en el Gran Imperio, el único lugar habitable en todo el planeta. Sí, existían los respiradores artificiales, las lluvias verdes, el calor insoportable, el cielo gris…., pero él no había conocido lo que existía antes del Gran Imperio Chino, por lo que era un mundo perfecto así como era, ya que él ignoraba casi totalmente el pasado, porque es sabido que conocer el pasado no ayuda a construir el futuro. Era su abuelo el que le había hablado de los Europeos y de los norteamericanos. Su abuelo, Shao Ma, llegaba con su paso anciano a visitarlo al Albergue de Excesos donde creció. Era un anciano gentil que conservaba una cierta aversión hacia la modernidad y una pasión secreta por el pasado y la historia. Shao Ma no aceptaba las leyes del Gran Imperio, no aceptaba la falta de humanidad implícita en borrar a los niños como si fueran números, o confinarlos de por vida en el área W, de donde nunca saldrían, como su nieto. Lo único que pudo hacer su abuelo por Yo-yo Ma fue regalarle la memoria del pasado. Se sentaban en la pequeña sala de visitas y le narraba historias de tiempos lejanos que Yo-yo Ma escucha deleitado.Por su abuelo supo que los chinos emigraron durante años a Europa y América con la esperanza de enriquecerse, buscando una vida mejor. Se establecieron creando barrios chinos y conservando fielmente sus tradiciones y cultura, dando ejemplo de laboriosidad, sin contaminarse de las malas costumbres de los pueblos con los que tenían contacto. Los europeos eran un pueblo culto y rico, fueron conquistadores, colonizadores, impusieron su ley e hicieron guerras. Los norteamericanos también eran ricos, innovadores, exportaban su forma de gobierno, denominada democracia, y siempre controlaban el buen comportamiento de los demás habitantes del planeta, a fin de conservar la paz. Para estas personas, denominadas "occidentales", el mundo era felizmente seguro, como un balcón tranquilo desde donde observar un desfile, hasta que sucedió el Gran Debacle: dominados por el poder de las famosas y temidas Lobies, los gobernantes transfirieron todos sus bienes de producción al Gran Imperio Chino, premiando los méritos demostrados por este último, y los "occidentales" comenzaron su rápida carrera cuesta abajo. Mientras tanto, aquello que fuera la República Popular China se convirtió en el Gran Imperio Chino y, con una política de expansión sin precedentes, conquistaron las tierras a este, oeste, norte y sur de sus fronteras, impusieron su religión, sus leyes y su tiranía, el único modo de dar paz a un pueblo. "¡Para qué le sirve a uno saber que existieron los europeos! Para nada", meditaba Yo-yo Ma al tiempo que preparaba su equipo de trabajo. ¿Para qué les sirvieron a los europeos sus tan mentadas luchas sociales y sus derechos humanos, si fueron cancelados en un plif plaf? Era obvio que los europeos sufrían de alguna forma de autolesionismo que provocó su triste fin.Los norteamericanos, en cambio, reaccionaron e intentaron protegerse a su manera: se rodearon de muros y de escudos espaciales para defenderse, pero no consiguieron evitar la conquista económica, que, después de todo, es la única que cuenta. Además ya quedó ampliamente demostrado que los muros y las murallas no sirven para mucho. Por ejemplo, el Imperio había reforzado la Gran Muralla occidental con todos los medios de destrucción más letales; sin embargo, los pordioseros, los Otros, como los denominaba burocráticamente la ley del Imperio, seguían llegando y muriendo en las puertas del Edén.Yo-yo Ma miró a su alrededor antes de accionar el láser desintegrador."Europeos", se dijo observando los cuerpos que se apilaban sobre el suelo hi-tech de aluminio. Los conocía bien. Llegaban de a millares para morir allí, en la cámara de gas que rodeaba la frontera con Europa, desde los Urales hasta ese lago viscoso y verdoso, denominado con gran pompa "Mar Mediterráneo".Un dejo de lejana e impersonal compasión velaba el ánimo de Yo-yo Ma cuando recordaba las historias de su abuelo, pero su espíritu se había endurecido de mucho desintegrar cadáveres occidentales amontonados en pilas desesperadas y, después de todo, eran solamente "los Otros", esos que no somos nosotros. Era su trabajo.De repente, un murmullo lo distrajo. Procedía desde bajo algunos cuerpos. Yo-yo Ma estaba seguro de que eran de esos que clasificaban como alemanes, o algo así. Utilizando un lanza apartó los cuerpos. Una joven de largos cabellos rubios y ojos increíblemente azules lo observaba aterrorizada y murmuraba palabras ininteligibles. Yo-yo Ma permaneció unos instantes encantado, mirando esos ojos azules, tan azules como decían que alguna vez lo había sido el cielo, y ese cabello dorado que ninguna mujer china podía permitirse sin parecer ridícula. Era hermosa, diferente y muy joven. Habría querido decirle que escapara, pero, ¿dónde?, ¿dónde podría esconderla? Le estaba prohibido tener una mujer. Un Exceso no podía copular ni reproducirse, y muchos menos con una inmigrante clandestina. Hubiera querido preguntarse si era justo, si su abuelo Shao Ma estaba en lo cierto, también los chinos habían emigrado…¿entonces?Prefirió no hacerse más preguntas. Como es bien sabido, el Gran Imperio Chino no perdona la traición.Yo-yo Ma cerró los ojos y apretó el gatillo del láser. No se volvió a mirar, sólo se reconfortó pensando que había sido indoloro.
domingo, 30 de marzo de 2008
QUIENES SOY por Matías Lucadamo
La soledad tiene algo que me tranquiliza. Cuando estoy solo puedo escuchar música, leer, me siento bien haciendo lo que quiero. También puedo pensar. A veces hasta apago la música, para que las letras y las guitarras no me distraigan de lo que pienso.
Pienso en los amigos cuando estoy solo. Pienso en los paisajes que vi alguna vez. También en las frases que me gustan. Anoche leí un libro de Kundera y me encontré con una que me dejó pensativo, mirando el techo: "Soledad: dulce ausencia de miradas". Estaba solo, mirando el techo y recorriendo esa frase, y no había nadie ahí para mirarme. Esa tranquilidad de saber que podía mirar el techo todo el tiempo que se me diera la gana, y pensar en esa frase cuantas veces quisiese, era cómoda y dulce.
Otras veces pienso en las cosas que ya pasaron. Me inundan recuerdos sin previo aviso. Recuerdos alegres o tristes o neutrales. Los alegres son como un rocío en la cara y me llenan de satisfacción. Yo siempre trato de enfocarme en esos. Pero dos por tres mi memoria se pone caprichosa y los que prevalecen son los otros, los tristes. Entonces me siento vacío y tengo ganas de soltarme en la cama a escuchar la noche.
Me pasa algo parecido cuando pienso en el futuro. Intento imaginarme lo que puede venir más adelante, cuando pase el tiempo, y mis pensamientos vacilan, me lleno de dudas, porque no puedo saber qué es lo que va a ser de mi vida. No tengo forma de saberlo. Y en ese sentido el futuro se parece a los recuerdos tristes. Me hace sentir vacío y no puedo enfocarme en las cosas buenas.
Lo mejor es cuando tengo la sensación de que todo va a salir bien. En esos momentos la vida sí que vale la pena. Me convenzo de que un día, no importa cuándo, voy a poder materializar mis sueños. Trato de no preocuparme ni prever nada. Entonces me siento más relajado y puedo manejar mi estado de ánimo como si fuera un pedazo de papel en el que escribo y escucho buenos pensamientos.
De vez en cuando, pienso en mi padre. Hoy a la mañana, por ejemplo, estuve pensando en él. Habrán sido unos minutos. O quizás unos pocos segundos. Eso no lo puedo saber. Todavía el mundo no inventó un reloj para medir cuánto tiempo uno se queda pensando en algo. Quizás un día se inventen. Los hombres no dejan de inventar cosas estrafalarias todos los días. A mí me gustaría que un día se fabriquen brújulas para saber con exactitud científica a quién se ama y a quién se dejó de querer. O camaritas ópticas para visualizar y reproducir los sueños. Esas cosas sí que me las compraría.
Esta mañana estuve pensando en mi viejo. Mi idea de fondo era la de que los hijos siempre se terminan pareciendo a sus padres. Incluso cuando no quieren parecerse. En ese sentido me gusta mucho mirar el "Padrino". Al Pacino (Michael Corleone) no quiere ser como su padre. Pero no solo se le termina pareciendo, sino que imita y acentúa los defectos que más odiaba de él. Esa y otras mil historias por el estilo me sugestionaron, y empecé a compararme con mi padre para ver cuántas posibilidades hay de que yo termine siendo su vivo reflejo.
Pero la verdad es que esa empresa siempre se me complica. Cuando me pongo a pensar en mi padre, se abre un abanico inmenso de recuerdos, y son unos recuerdos tan variados y diferentes entre sí, que no puedo identificar cuál es el que mejor define su forma de ser.
Está mi padre en su versión irascible, por ejemplo. Cuando yo tenía once años, en una discusión que teníamos en la mesa, levantó un vaso y lo reventó contra la pared. Me acuerdo perfectamente de la imagen del vaso partiéndose, como si lo estuviera viendo ahora en una pantalla. Fue la primera y única vez que lo vi ejercer otro tipo de violencia que no fuera la verbal. Nunca nos pegó, ni a mis hermanos ni a mí. Mi abuelo decía que por esa indulgencia más bien moderna nosotros habíamos salido tan despelotados. "Antes nos educaban a los cazotes". Yo no sabía que significaba "cazotes". Pero me di a la idea de que tenía algo que ver con "trompadas", o "coscorrones", o "sopapos".
Mi padre en su faceta sentimental: esa es otra versión que tengo de él. Solamente lo escuché llorar dos veces en la vida. Una fue cuando murió mi abuelo, el de los "cazotes". Estábamos en Mar del Plata, yo durmiendo en la pieza, cuando me despertaron unos alaridos ruidosos. Al principio, con la modorra del entre sueño, me pareció que era una risa. Mi viejo cuando se ríe, se ríe a gritos; tiene la carcajada bien estrepitosa, de cepa italiana. Tardé varios segundos en darme cuenta de que en realidad estaba llorando.
Me paré en la puerta y escuché desde el pasillo. Estaba impactado. Era la primera vez que lo escuchaba llorar. Más tarde me enteré del por qué. Mi abuelo había fallecido esa mañana, mientras dormía en su cama, como mueren los dioses. Yo andaba por los nueve años y a esas alturas creía que la gente nomás se moría en las películas. Fue esa mañana cuando me di cuenta de que la muerte era algo que podía pasar de verdad, y que también le tocaba a la gente que quería. Mi conciencia de la muerte iba a quedar asociada para siempre a la primera vez que escuché llorar a mi viejo.
La segunda vez fue más cercana en la línea del tiempo, pero no en cuanto a la de mi memoria. Es toda una rareza, pero a veces tengo un recuerdo más nítido de cosas que pasaron hace más de veinte años que otras que pasaron ayer. Yo tenía diecisiete años y mis padres me encontraron tomado y deprimido en mi pieza. Mi madre se sentó en el borde de la cama y me miró a los ojos.
-Con tu papá queremos saber lo que te pasa. Estamos preocupados por vos.
Fue cuestión de que me lo diga, para que empezara a sentir como una araña húmeda subiéndome por adentro del pecho. Era el llanto. Lloré como hacía años no lloraba adelante de nadie.
-No sé -le dije, ahogado de lágrimas-. No le encuentro sentido a nada.
-Vos le tenés que buscar el sentido a las cosas –dijo mamá, aturdida-. No sé, no te encierres más; buscá la felicidad en la gente que te quiere, en las cosas que te gustan.
Yo me había pasado toda una semana leyendo a Dostoievski, enclaustrado y tomando cerveza en mi pieza, y había empezado a creer en el efecto de las actitudes y frases exageradas.
-La felicidad está rodeada de dolor. Para encontrarse a uno mismo hay que sufrir.
Mamá me miró con la nostalgia de sus cuarenta años.
-Uno nunca se termina de conocer a sí mismo, Gabi... Siempre hay circunstancias nuevas y podés aprender de tus errores y...
-Pero ustedes... –la interrumpí, y tuve que buscar un bache en el llanto para tragar aire-, ustedes no saben lo que es ser yo.
-Por eso estamos acá.
Y entonces mi viejo, que hasta ese momento había escuchado la conversación inmóvil en un rincón de la pieza, se puso a llorar. Lloró a los alaridos, como aquella mañana en Mar del Plata. Pero la diferencia era que yo entonces lo estaba viendo a la cara. La boca en una mueca con forma de ocho horizontal y los ojos colorados llenos de agua. Como un chico. Llorando como un chico.
Cuando me levanté y lo abracé, el alcohol me bajó de un golpe. "Yo te admiro –le conté al oído-. Por eso me distancio. A veces te admiro tanto que tengo miedo de parecerme más a vos que a mí". Le pregunté si me había entendido y él me contestó que sí. Estábamos abrazados y él lloraba en mi hombro.
Al otro día, bien temprano a la mañana, me lo crucé en la cocina. Entonces me acordé de lo que había pasado la noche anterior. Me puse rojo y no pude hacer nada para cambiarlo. La vergüenza me dolió.
-Buenos días.
Quise saludarlo como si nada, pero él dejó la taza en la mesa y me sostuvo en un abrazo. Me abrazo fuerte, como si yo me quisiera soltar.
-Te quiero mucho.
-Yo también -le contesté.
Rogaba que terminara el asunto de una vez. Las demostraciones tan crudas de cariño me incomodan desde que me contaron cómo se tiene que portar un hombre. Quizás es algo que tendría que superar algún día. Lo que por el momento me consuela es la idea de que el amor entre dos personas, cuando es íntegro y recíproco, se sobreentiende. No hace falta demostrarlo todo el tiempo. Yo me redimo así.
La otra versión que encuentro en el abanico de recuerdos de mi padre es diametralmente opuesta a la anterior. Mi padre versión autista: otra actitud recurrente en él. Verlo callado, inexpresivo, perdido en su mundo interno, era algo común en casa.
Hay una escena que es muy ilustrativa. Viaje a Rosario. Hará unos años atrás. Yo iba a viajar solo, pero mi viejo insistió en alcanzarme a la terminal. Me arrepentí de haber cedido cuando descubrí que solamente había pasaje para las diez. Recién eran las ocho y él quería quedarse a esperar el micro conmigo. Yo le dije que podía esperar el micro solo. En realidad quería hacer ese viaje solo, y el rito de esperar a que llegara el micro en la terminal, con la mochila en un brazo y la expectativa inmensa de lo que pudiera pasar en los próximos días, era una parte esencial de mi viaje.
Pero él volvió a decirme que no tenía problema en hacerme compañía. Así que yo dejé las sutilezas de lado y le expliqué que no era por eso, sino porque quería estar solo, necesitaba hacer ese viaje solo para pensar.
-Ya vas a tener tiempo de sobra para pensar en el micro –me dio una palmadita en la espalda.
Y ahí se quedó. Lo más raro del asunto es que estuvo las dos horas callado. Para no caer en la exageración literaria, voy a decir que solamente abrió la boca una vez. Me preguntó la hora, yo se la dije y después volvió a su mutismo inmutable. Dos horas callado, fumando un habano atrás del otro; el humo subía en forma de hilo, hasta desarmarse en espiral. Silencioso, agolpando las palabras en su frente, como si el mundo a su alrededor no existiera.
El viaje estuvo bien, pero mi padre se había equivocado. El tiempo para pensar no me alcanzó. La verdad es que nunca me alcanza. Tengo la sensación de que nunca puedo pensar en mi identidad como se piensa en un paisaje, o en los ojos de una mujer, o en las palabras de un amigo. Mi identidad es algo muy abstracto, muy ideal y cambiante. A veces me pregunto: "¿Qué pensará de mí Fulano cuando hice o dije esto?". O: "¿Qué me habrá querido decir Mengano cuando hizo o me comentó lo otro?". Creo que cuando intento contestarme estas preguntas, se puede decir que estoy pensando en mí.
"¿Quieres ser John Malkovich?". Me fascina esa película. La escena en la que Malkovich se mete en el pasadizo secreto es una de las que más me inquieta. El pasadizo representa su subconsciente, y Malkovich, al entrar, puede tomar conciencia de sí mismo. Entonces pasa algo muy singular. De repente, todas las personas que Malkovich ve a su alrededor, todas, tienen su cara. Todas tienen sus ojos, su nariz y su pelo (su falta de pelo, en realidad). Todas tienen su misma voz, y con su voz dicen y repiten y le cantan un solo nombre: el suyo. La metáfora me encanta. Algo como lo que le pasa a Malkovich me pasa a mí cuando pienso en la gente que me rodea.
Mi viejo, por ejemplo, ¿también soy yo? Cuando reviso una y otra vez sus versiones, sus actitudes, ¿estoy juzgando las mías?
Esta mañana decidí dejar de considerarlo mi objeto de estudio, mi rival a vencer, y empezar a tratarlo como a un amigo. Desde la adolescencia que lo vengo idealizando a mi viejo. De esa época me quedó el vicio de idealizar todo, en realidad. Yo creía que cuando creciera se me iba a pasar. Que cuando pasara la adolescencia ya no me iba a sentir tan inseguro, revolviendo una y mil veces las mismas cosas.
Pero no fue así. No es así para nada. Hoy tengo veintitrés años recién cumplidos y sigo idealizando las cosas como si tuviera diecisiete. Las idealizo, las recuerdo, y después, con un poco de suerte o perseverancia, las escribo. Quizás hoy escribo un poco mejor que ese pibe que era yo cuando tenía diecisiete años. Con un poco más de orden, diría, para no ser injusto con él. Desde los diecisiete escribo casi todos los días, y hoy ya tengo veintitrés. ¿Por qué escribo?
Ahora, por ejemplo, estoy solo en mi pieza, escribiendo esto. Me empiezo a preguntar cuál es la gracia de escribir todos estos pensamientos. Me cuesta contestarme, al principio, pero después, cuando desempolvo las carpetas del armario y leo los desvaríos que escribía cuando tenía diecisiete años, me empiezo a sentir mejor.
Me doy cuenta de que en algún momento, dentro de no sé cuántos años (quizás a los noventa, si Dios provee), voy a releer lo que escribí esta noche y va a ser como si milagrosamente volviera a vivir esta edad. Voy a saber qué pensaba y cómo me sentía a los veintitrés años Voy a saber quiénes era, quiénes soy; todos los hombres que fui a lo largo de mis edades y circunstancias.
Así que, ya que estamos acá, aprovecho para dejarle en claro a mi yo del futuro esto: que ahora me siento bien con mi cigarrillo y mi cerveza, tranquilo y solo en mi pieza, escribiéndole antes de irme a dormir.
Pienso en los amigos cuando estoy solo. Pienso en los paisajes que vi alguna vez. También en las frases que me gustan. Anoche leí un libro de Kundera y me encontré con una que me dejó pensativo, mirando el techo: "Soledad: dulce ausencia de miradas". Estaba solo, mirando el techo y recorriendo esa frase, y no había nadie ahí para mirarme. Esa tranquilidad de saber que podía mirar el techo todo el tiempo que se me diera la gana, y pensar en esa frase cuantas veces quisiese, era cómoda y dulce.
Otras veces pienso en las cosas que ya pasaron. Me inundan recuerdos sin previo aviso. Recuerdos alegres o tristes o neutrales. Los alegres son como un rocío en la cara y me llenan de satisfacción. Yo siempre trato de enfocarme en esos. Pero dos por tres mi memoria se pone caprichosa y los que prevalecen son los otros, los tristes. Entonces me siento vacío y tengo ganas de soltarme en la cama a escuchar la noche.
Me pasa algo parecido cuando pienso en el futuro. Intento imaginarme lo que puede venir más adelante, cuando pase el tiempo, y mis pensamientos vacilan, me lleno de dudas, porque no puedo saber qué es lo que va a ser de mi vida. No tengo forma de saberlo. Y en ese sentido el futuro se parece a los recuerdos tristes. Me hace sentir vacío y no puedo enfocarme en las cosas buenas.
Lo mejor es cuando tengo la sensación de que todo va a salir bien. En esos momentos la vida sí que vale la pena. Me convenzo de que un día, no importa cuándo, voy a poder materializar mis sueños. Trato de no preocuparme ni prever nada. Entonces me siento más relajado y puedo manejar mi estado de ánimo como si fuera un pedazo de papel en el que escribo y escucho buenos pensamientos.
De vez en cuando, pienso en mi padre. Hoy a la mañana, por ejemplo, estuve pensando en él. Habrán sido unos minutos. O quizás unos pocos segundos. Eso no lo puedo saber. Todavía el mundo no inventó un reloj para medir cuánto tiempo uno se queda pensando en algo. Quizás un día se inventen. Los hombres no dejan de inventar cosas estrafalarias todos los días. A mí me gustaría que un día se fabriquen brújulas para saber con exactitud científica a quién se ama y a quién se dejó de querer. O camaritas ópticas para visualizar y reproducir los sueños. Esas cosas sí que me las compraría.
Esta mañana estuve pensando en mi viejo. Mi idea de fondo era la de que los hijos siempre se terminan pareciendo a sus padres. Incluso cuando no quieren parecerse. En ese sentido me gusta mucho mirar el "Padrino". Al Pacino (Michael Corleone) no quiere ser como su padre. Pero no solo se le termina pareciendo, sino que imita y acentúa los defectos que más odiaba de él. Esa y otras mil historias por el estilo me sugestionaron, y empecé a compararme con mi padre para ver cuántas posibilidades hay de que yo termine siendo su vivo reflejo.
Pero la verdad es que esa empresa siempre se me complica. Cuando me pongo a pensar en mi padre, se abre un abanico inmenso de recuerdos, y son unos recuerdos tan variados y diferentes entre sí, que no puedo identificar cuál es el que mejor define su forma de ser.
Está mi padre en su versión irascible, por ejemplo. Cuando yo tenía once años, en una discusión que teníamos en la mesa, levantó un vaso y lo reventó contra la pared. Me acuerdo perfectamente de la imagen del vaso partiéndose, como si lo estuviera viendo ahora en una pantalla. Fue la primera y única vez que lo vi ejercer otro tipo de violencia que no fuera la verbal. Nunca nos pegó, ni a mis hermanos ni a mí. Mi abuelo decía que por esa indulgencia más bien moderna nosotros habíamos salido tan despelotados. "Antes nos educaban a los cazotes". Yo no sabía que significaba "cazotes". Pero me di a la idea de que tenía algo que ver con "trompadas", o "coscorrones", o "sopapos".
Mi padre en su faceta sentimental: esa es otra versión que tengo de él. Solamente lo escuché llorar dos veces en la vida. Una fue cuando murió mi abuelo, el de los "cazotes". Estábamos en Mar del Plata, yo durmiendo en la pieza, cuando me despertaron unos alaridos ruidosos. Al principio, con la modorra del entre sueño, me pareció que era una risa. Mi viejo cuando se ríe, se ríe a gritos; tiene la carcajada bien estrepitosa, de cepa italiana. Tardé varios segundos en darme cuenta de que en realidad estaba llorando.
Me paré en la puerta y escuché desde el pasillo. Estaba impactado. Era la primera vez que lo escuchaba llorar. Más tarde me enteré del por qué. Mi abuelo había fallecido esa mañana, mientras dormía en su cama, como mueren los dioses. Yo andaba por los nueve años y a esas alturas creía que la gente nomás se moría en las películas. Fue esa mañana cuando me di cuenta de que la muerte era algo que podía pasar de verdad, y que también le tocaba a la gente que quería. Mi conciencia de la muerte iba a quedar asociada para siempre a la primera vez que escuché llorar a mi viejo.
La segunda vez fue más cercana en la línea del tiempo, pero no en cuanto a la de mi memoria. Es toda una rareza, pero a veces tengo un recuerdo más nítido de cosas que pasaron hace más de veinte años que otras que pasaron ayer. Yo tenía diecisiete años y mis padres me encontraron tomado y deprimido en mi pieza. Mi madre se sentó en el borde de la cama y me miró a los ojos.
-Con tu papá queremos saber lo que te pasa. Estamos preocupados por vos.
Fue cuestión de que me lo diga, para que empezara a sentir como una araña húmeda subiéndome por adentro del pecho. Era el llanto. Lloré como hacía años no lloraba adelante de nadie.
-No sé -le dije, ahogado de lágrimas-. No le encuentro sentido a nada.
-Vos le tenés que buscar el sentido a las cosas –dijo mamá, aturdida-. No sé, no te encierres más; buscá la felicidad en la gente que te quiere, en las cosas que te gustan.
Yo me había pasado toda una semana leyendo a Dostoievski, enclaustrado y tomando cerveza en mi pieza, y había empezado a creer en el efecto de las actitudes y frases exageradas.
-La felicidad está rodeada de dolor. Para encontrarse a uno mismo hay que sufrir.
Mamá me miró con la nostalgia de sus cuarenta años.
-Uno nunca se termina de conocer a sí mismo, Gabi... Siempre hay circunstancias nuevas y podés aprender de tus errores y...
-Pero ustedes... –la interrumpí, y tuve que buscar un bache en el llanto para tragar aire-, ustedes no saben lo que es ser yo.
-Por eso estamos acá.
Y entonces mi viejo, que hasta ese momento había escuchado la conversación inmóvil en un rincón de la pieza, se puso a llorar. Lloró a los alaridos, como aquella mañana en Mar del Plata. Pero la diferencia era que yo entonces lo estaba viendo a la cara. La boca en una mueca con forma de ocho horizontal y los ojos colorados llenos de agua. Como un chico. Llorando como un chico.
Cuando me levanté y lo abracé, el alcohol me bajó de un golpe. "Yo te admiro –le conté al oído-. Por eso me distancio. A veces te admiro tanto que tengo miedo de parecerme más a vos que a mí". Le pregunté si me había entendido y él me contestó que sí. Estábamos abrazados y él lloraba en mi hombro.
Al otro día, bien temprano a la mañana, me lo crucé en la cocina. Entonces me acordé de lo que había pasado la noche anterior. Me puse rojo y no pude hacer nada para cambiarlo. La vergüenza me dolió.
-Buenos días.
Quise saludarlo como si nada, pero él dejó la taza en la mesa y me sostuvo en un abrazo. Me abrazo fuerte, como si yo me quisiera soltar.
-Te quiero mucho.
-Yo también -le contesté.
Rogaba que terminara el asunto de una vez. Las demostraciones tan crudas de cariño me incomodan desde que me contaron cómo se tiene que portar un hombre. Quizás es algo que tendría que superar algún día. Lo que por el momento me consuela es la idea de que el amor entre dos personas, cuando es íntegro y recíproco, se sobreentiende. No hace falta demostrarlo todo el tiempo. Yo me redimo así.
La otra versión que encuentro en el abanico de recuerdos de mi padre es diametralmente opuesta a la anterior. Mi padre versión autista: otra actitud recurrente en él. Verlo callado, inexpresivo, perdido en su mundo interno, era algo común en casa.
Hay una escena que es muy ilustrativa. Viaje a Rosario. Hará unos años atrás. Yo iba a viajar solo, pero mi viejo insistió en alcanzarme a la terminal. Me arrepentí de haber cedido cuando descubrí que solamente había pasaje para las diez. Recién eran las ocho y él quería quedarse a esperar el micro conmigo. Yo le dije que podía esperar el micro solo. En realidad quería hacer ese viaje solo, y el rito de esperar a que llegara el micro en la terminal, con la mochila en un brazo y la expectativa inmensa de lo que pudiera pasar en los próximos días, era una parte esencial de mi viaje.
Pero él volvió a decirme que no tenía problema en hacerme compañía. Así que yo dejé las sutilezas de lado y le expliqué que no era por eso, sino porque quería estar solo, necesitaba hacer ese viaje solo para pensar.
-Ya vas a tener tiempo de sobra para pensar en el micro –me dio una palmadita en la espalda.
Y ahí se quedó. Lo más raro del asunto es que estuvo las dos horas callado. Para no caer en la exageración literaria, voy a decir que solamente abrió la boca una vez. Me preguntó la hora, yo se la dije y después volvió a su mutismo inmutable. Dos horas callado, fumando un habano atrás del otro; el humo subía en forma de hilo, hasta desarmarse en espiral. Silencioso, agolpando las palabras en su frente, como si el mundo a su alrededor no existiera.
El viaje estuvo bien, pero mi padre se había equivocado. El tiempo para pensar no me alcanzó. La verdad es que nunca me alcanza. Tengo la sensación de que nunca puedo pensar en mi identidad como se piensa en un paisaje, o en los ojos de una mujer, o en las palabras de un amigo. Mi identidad es algo muy abstracto, muy ideal y cambiante. A veces me pregunto: "¿Qué pensará de mí Fulano cuando hice o dije esto?". O: "¿Qué me habrá querido decir Mengano cuando hizo o me comentó lo otro?". Creo que cuando intento contestarme estas preguntas, se puede decir que estoy pensando en mí.
"¿Quieres ser John Malkovich?". Me fascina esa película. La escena en la que Malkovich se mete en el pasadizo secreto es una de las que más me inquieta. El pasadizo representa su subconsciente, y Malkovich, al entrar, puede tomar conciencia de sí mismo. Entonces pasa algo muy singular. De repente, todas las personas que Malkovich ve a su alrededor, todas, tienen su cara. Todas tienen sus ojos, su nariz y su pelo (su falta de pelo, en realidad). Todas tienen su misma voz, y con su voz dicen y repiten y le cantan un solo nombre: el suyo. La metáfora me encanta. Algo como lo que le pasa a Malkovich me pasa a mí cuando pienso en la gente que me rodea.
Mi viejo, por ejemplo, ¿también soy yo? Cuando reviso una y otra vez sus versiones, sus actitudes, ¿estoy juzgando las mías?
Esta mañana decidí dejar de considerarlo mi objeto de estudio, mi rival a vencer, y empezar a tratarlo como a un amigo. Desde la adolescencia que lo vengo idealizando a mi viejo. De esa época me quedó el vicio de idealizar todo, en realidad. Yo creía que cuando creciera se me iba a pasar. Que cuando pasara la adolescencia ya no me iba a sentir tan inseguro, revolviendo una y mil veces las mismas cosas.
Pero no fue así. No es así para nada. Hoy tengo veintitrés años recién cumplidos y sigo idealizando las cosas como si tuviera diecisiete. Las idealizo, las recuerdo, y después, con un poco de suerte o perseverancia, las escribo. Quizás hoy escribo un poco mejor que ese pibe que era yo cuando tenía diecisiete años. Con un poco más de orden, diría, para no ser injusto con él. Desde los diecisiete escribo casi todos los días, y hoy ya tengo veintitrés. ¿Por qué escribo?
Ahora, por ejemplo, estoy solo en mi pieza, escribiendo esto. Me empiezo a preguntar cuál es la gracia de escribir todos estos pensamientos. Me cuesta contestarme, al principio, pero después, cuando desempolvo las carpetas del armario y leo los desvaríos que escribía cuando tenía diecisiete años, me empiezo a sentir mejor.
Me doy cuenta de que en algún momento, dentro de no sé cuántos años (quizás a los noventa, si Dios provee), voy a releer lo que escribí esta noche y va a ser como si milagrosamente volviera a vivir esta edad. Voy a saber qué pensaba y cómo me sentía a los veintitrés años Voy a saber quiénes era, quiénes soy; todos los hombres que fui a lo largo de mis edades y circunstancias.
Así que, ya que estamos acá, aprovecho para dejarle en claro a mi yo del futuro esto: que ahora me siento bien con mi cigarrillo y mi cerveza, tranquilo y solo en mi pieza, escribiéndole antes de irme a dormir.
viernes, 28 de marzo de 2008
RELATO DE Álvaro
UNION DE REPUBLICAS CENTRO LIMITROFES MINISTERIO DE CULTURA
Delegación Cultural antidestructora y conservadora del Patrimonio
SUPLICA a:
Doctora Licenciada y reconocida docta poeta Iltmª Sra. Dña.
EMERITA DE VASCONVALLES Y SEGORBE DE VILLAPADIERNA 14 de Febrero de 1.968
Distinguida Señora:
No es fácil para nosotros el escribir esta misiva, máxime cuando en su día la confianza que pusimos en la agradable y respetada figura entre las figuras de las letras y la poesía, la hemos visto recortada en su aptitud reprochable de no haber aceptado los mínimos principios de gratitud para nosotros.
Es nuestro deber recordarle que se le advirtió que en la República había cosas intocables y sobre todo no recogidas en nuestra Constitución y que usted injustamente ha incumplido al igual que el concurrir a ciertas reuniones secretas e indeseables de las que estamos bien seguros que usted asiste sin tener en cuenta los mas preciados principios de nuestra República al no ser usted de nuestro país y haberle dado acogida.
En la espera de poder reducir el cerco a que está usted sometida y que pronto los informes que presenten de usted sean fieles testigos de usar para que el mundo exterior piense de nosotros como hasta la presente, aprovechamos la ocasión para saludarle en la seguridad de ver cumplidos nuestros deseos de que vuelvan las aguas a su cauce, rogándole ya que no es por correo tradicional sino de urgente, es por lo que le exigimos que nos envié debidamente aceptado por usted, el documento presente con su beneplácito y conformidad.
Acepto y firmo Práxedes de Argensola
Viceministro de Cúltura
Esto es lo que el escrito especificaba.
Sentí que habían pasado la muralla de mis no condicionados límites, gozaba de una intriga angustiosa nueva, era más culminante que la experiencia, que venía fomentando desde hacía tiempo en atesorar mis poemas.
Ahora advertía en mi interior una nueva clase política, diferente a la conocida hasta ahora, esta no hablaba de Libertad, y de alcanzar la ley natural, tanto literarias como políticas. Tendría que ahondar y excavar en estas frases tan poco alentadoras y que se sostenían fuera de mi entorno en el exterior de un país afligido.
Con cierto odio exterminé y creo que fue así el maldito documento ya que este me había revelado algo que no hablaba de liberación.
- ¿Cómo me hubiera gustado ver sus caras cuando lo escribieron?. ¿Que quieren tener un caso para que puedan presumir ante el mundo de que, yo, la famosa poetisa Vasconvalles, se ha rendido a sus pies y proclamo mi integración total a su régimen?. ¿Que equivocados están, cuando se darán cuenta que están más desprestigiados que al principio.
Si antes tenían a una persona que asistía y escribía de algunas cosas que no entraban en su mundo, ahora era una “enemiga” en lo que me habían convertido.
- Pero si mi pluma les hace daño, mí mente saben lo que puede parir en cuanto la ponga a dar ordenes a mis manos. Llenaré cientos de escritos de verdades encolerizadas sobre su mandato.
La hora de los escritores había llegado, mi oratoria era más real que el filibusterismo de sus arengas y sin tiempo medido ni sintetizado para que nada se escapara, yo no tenía ese tiempo temido por la fluidez y sin la prensa que manipulara mis palabras no solo llenas de gramática sino de algo que la naturaleza concede en forma de inspiración. Delante del espejo hablaba enfrentándome a mi misma manteniendo la mirada a mis ojos.
- No saben que los poetas no somos los ególatras de las vanidades que hablamos con la luna en medio de fantasías de colores y espuma de un mar.
- ¡No! la espuma si os puede salir de la boca con duras palabras y metáforas desenfrenadas a los nervios que producen terror y equivocaciones de tristes que no tienen el ojo de la verdad cuando miran al arte y no ven nada. Vuestros labios los pueden sellar pero no vuestras mentes.
- Es evidente. Los poetas penetramos en las cimas moduladas que dejaron abiertas los grandes maestros desde que hacían sus nocturnos bailes ayudados por la mandrágora.
- Los poetas creáis reales paralogismos desde vuestras mentes en distracciones y juegos de los símbolos y musas que os llegan sin saberlo, os llaman, y os llaman a los Vates, para que forméis aquelarres de poetas con la intención de abrir vuestros versos de sus celadas.
- Los poetas caminamos por viajes de dónde nunca se regresa y hasta la sombra desaparece entre secretos que se desvelan y el ángel nos señala un camino desconocido y no son redes las que nos atrapan sino la luz que por desconocerla duele y hasta viajamos en cruceros donde no nos hacen fotos al subir.
- Nunca han pensado como son vuestras raíces agresivas que absorben todo aquello hasta que desaparecen las mejores escenas de vuestra vida pero no saben que las barras de acero que arrojáis con la destreza de pensamientos en cercanos lechos de cristal y pozos púrpuras en espejismos.
Al día siguiente domingo, tenía un sueño enfermizo que me impedía levantarme, mi conversación conmigo delante del espejo me hizo soñar con ella, con la carta recibida por la noche y enviada por un Agente de la autoridad, había sido fuerte. Mi trabajo en la Universidad además de mis lecturas de los clásicos, y los escritos que molestaban, requerían de mí el quedarme en la cama todo el día, lo necesitaba. Soñaba con la líquida fuerza de mi cansancio, aislada me sentía yo, sola, con mis reflexiones en medio de unas sábanas calientes, y caliente mi espíritu por los que habían escudriñado la carta y sobre todo especulando en que se basaban.
Al cabo de unas horas intente recordar alguno de los sueños, me fue casi impracticable el recordarlos, me levanté y con un hambre también malsana, encontré algo en mi cuarto y lo digerí con una rapidez impresionante, me lave los dientes y al mirarme en el espejo, me delataron enseguida mis ojos rojos cargados de sueño, mi pelo revuelto y algunas arrugas que en mi cara habían nacido esa noche por las sábanas pegadas en mi cara.
Los recuerdos de mi casa me han removido los relatos de cuando era niña, notaba como la melancolía relampagueaba en mis ojos, en la tarde solitaria y oscura, las fotos de mis padres, rociaban mis pómulos de aflicción con gemidos entrecortados y penosos, quizá intento recordar el olor a otoño de mi casa y me envuelve un resquemor de soledad al sentirme cercada en la habitación de mi casa.
- Quiero sacudirme el amargor que me produce las saudades cuando me siento herida, no quiero que mi vida se impregne del aroma de la añoranza y sé que el tiempo no duerme como nosotros, no anhelo las tardes grises en mi cuerpo de mujer.
- Sabes que a la flaqueza no le debes permitir deslizarse en tu interior nostálgico.
- Ni deseo crear sedimentos en el olvido.( Me respondí de nuevo ante el espejo.)
En un mundo dónde no hay remansos de paz en vidas simples, en vidas grises que no desean más allá que vivir sin miedo, sin la espada de Damocles pendiendo de un hilo y el agua no tiene porque ser un suplicio como el de Tántalo. Revoluciones hechas para él y por el pueblo que se convierten en dictaduras con el miedo como protagonista.
- Todo lo que digo a veces sin darme cuenta me forma una capa cada vez más dura y cada vez con más ansias de libertad, la libertad también está en nosotras.
- ¿Recuerdas a tu amigo que apareció muerto?
- .Veo sus facciones, su rostro redondo, su pequeña cabeza, su pelo blanco, con la nariz afilada y respingona y ojos tristes pero con la mirada astuta y soñadora, su expresión jocosa y sus viejas ropas deshilachadas, sus botas rotas, gritando a las personas, profiriendo gritos que bien podían ser de libertad, de sufrimiento endurecido por algo que ya no le importaba y pedía a gritos su muerte.
- ¿Pensarás que habrá algo después de la muerte?.
- ¡Si!, ¿Pero quién se acuerda de él, si no había tenido un gran entierro y la fosa común tuvo que ser su destino final?.
- ¿Pero cuántos habrán tenido ese final?.
- El aguante de las personas llega a un límite y sus mentes no toleran tantas y tantas preocupaciones en una sola vida.
- ¿Qué objetivo tiene esta si estás siempre viviendo en la intolerancia de otros?.
- ¿Para qué has venido a un mundo dónde solo hay desdichas entre las personas sometidas y que no tienen la culpa?.
- ¿Quizá eran suicidios lo que buscaban la gente que no tenía el valor de tirarse a un río?.
- No quiero que pienses en eso. La vida por muy dura que sea es solo una vez, y se necesita vivir entera y de ti se espera mucho no solo ponerte vestidos largos en las recepciones y recitales.
Pienso en la soledad que veo a mí alrededor, mis pensamientos no paran de brotar en mi mente, de noche veo las estrellas y no hago caso de antiguas tradiciones, veo a mis estrellas aunque son pocos días al año cuando se dejan ver. La Luna no me inspira tanto, me atrae pero pienso que debe estar cansada de todos los mensajes y todos los cuentos que se forjan sobre ella, he reflexionado que la verdad no solo esta en los grandes maestros, también existe en las personas más humildes, en las personas, que su libertad de componer música, pintar o escribir como hacen los poetas con versos de amor, hasta versos de soledad y de muerte pero que el mundo los denomina, desconsolados, atribulados... y ¿porqué?, el amor mueve al mundo, todo lo relativo al mundo exterior de la tierra esta acribillado por millones de personas haciendo monólogos con ellos y que creen tener respuesta de estos.
- La humanidad necesita amor, la gente sufre, y tratan de meterse en sí mismo en esta vida mortal. Cuantas veces un pequeño poema, una canción nos ha transportado a otro mundo, que sentirían sus autores en ese momento, para que otros sintiéramos sensaciones pasado el tiempo, y manifestar una transubstanciación en nuestro ser.
- Media parte del mundo piensa en aniquilar a la otra, es por eso el potencial futuro en descubrimientos o conquistas en el espacio lo que mueve al hombre por salir de nuestro planeta, si este está aún desconocido.
Pienso que a los seres humanos nos es grata nuestra autodestrucción; ya desde el paraíso terrenal somos arrojados por nuestro propio albedrío.
Y todo esto que pienso me lo quieren expropiar, y apropiar, por medio de órdenes escritas en una carta que bien podría ser mi esquela una de esas que anuncian los periódicos. Ellos piden ponerme firme con una rubrica en un documento que ni siquiera tiene talla de pergamino. ¡No!.
- ¿Qué he de hacer?.
- Lanza tus alaridos como una cantora de naciones, sigue tu carrera de tolerancia con los que necesitan forjarse en medio de un mundo inhóspito, que demandan un silencio que ahora no es un eclipse ya que brilla en el intelecto del mortal género humano y la inmortalidad en una historia de héroes que aunque vivieran en la oscuridad de un enrejado.
- Pero brillarán en épocas diferentes dónde la humanidad sea consciente de las tribulaciones que sus antepasados sufrieron proclamando su victoria, resucitándolos de lo que los intolerables escondieron las llaves y que no tiraron al vacío.
No quiero vivir en la caldera del desvanecimiento cuando quieren llevarme al exterminio a través de situaciones movidas por la deslealtad. Tengo que ser el gladiador rival, sobre la palestra de la zona polémica de ateridos recuerdos, creyendo ser el terreno de la transición, vociferando para poner las cosas en orden al no ser el arco sesgado que no dispara el tiro directo que apresa la carrera de los vestigios arañados. Quiero no recordar su tosquedad y su ignara incompetencia atrasadas en noticias del oscurantismo, y el no saber oír las campanas a través de su incultura explorada, que les hace actuar como aprendices de legos de lo superficial y faltando el respeto a todo lo conocido.
No quiero ser un desaliento desbocado. Si observaran la ausencia de mis actos e intentan utilizar el flagelo como disciplina solo porque tienen la fuerza de un áncora que no tiene el rotulo de dónde pertenece. Que el escarmiento sea su fuerza hueca, esa que no alimenta esperanzas en la reserva mental de su reprobación.
- Mi consanguinidad es tomar parte de mi origen y mi origen no está en ellos.
- Su fatuidad no te debe hacer caer en la vileza.
- Lo intentaré, ¿pero que digo lo intentaré?: no quiero ser una de ellos, ¡No por nada del mundo! Ellos no podrán conmigo.
El teléfono sonó, lo dejé que lo hiciera cuatro o cinco veces, pues me imaginaba quien podría ser y no quería causar la sensación de prisa por saber que iba a pasar, encendí un cigarrillo, me retoque el pelo, me vi en un espejo, me acomodé en un sillón y lo descolgué.
- Sí.
- Señora de Vasconvalles, por favor,
El acento de la persona que llamaba no era el que esperaba, por lo que más tranquila contesté:
- Si, soy la Señora de Vasconvalles.
Una voz femenina me advirtió que la persona que me quería hablar, desconocía mi idioma, y que si estaba de acuerdo en que ella fuera la traductora, oyendo primero a otra persona y simultáneamente ella lo traduciría. A lo que accedí:
- Le habla el Señor Gustav Jhonson director de la Academia Sueca.
- ¿Cómo? El direc...
- Si Señora Vasconvalles, ha sido usted galardonada con el Premio Nobel de Literatura de este año.
Ni que decir tiene que vi un gran cielo abierto, pero un cielo de estrellas, de sol, de relámpagos, de noches, de días, todo en segundos y sentí que pensarían ahora.
- Hoy se comunicará al mundo entero a través de todos los medios.
- ¿Hoy lo sabrá el mundo entero?... ¿Y cuando tendré que ir?
- En breves fechas enviaremos a un grupo de personas que la acompañarán a recibir el Premio Nobel.
VI QUE HABÍA JUSTICIA EN EL MUNDO...
¿LA HABRÍA?
Delegación Cultural antidestructora y conservadora del Patrimonio
SUPLICA a:
Doctora Licenciada y reconocida docta poeta Iltmª Sra. Dña.
EMERITA DE VASCONVALLES Y SEGORBE DE VILLAPADIERNA 14 de Febrero de 1.968
Distinguida Señora:
No es fácil para nosotros el escribir esta misiva, máxime cuando en su día la confianza que pusimos en la agradable y respetada figura entre las figuras de las letras y la poesía, la hemos visto recortada en su aptitud reprochable de no haber aceptado los mínimos principios de gratitud para nosotros.
Es nuestro deber recordarle que se le advirtió que en la República había cosas intocables y sobre todo no recogidas en nuestra Constitución y que usted injustamente ha incumplido al igual que el concurrir a ciertas reuniones secretas e indeseables de las que estamos bien seguros que usted asiste sin tener en cuenta los mas preciados principios de nuestra República al no ser usted de nuestro país y haberle dado acogida.
En la espera de poder reducir el cerco a que está usted sometida y que pronto los informes que presenten de usted sean fieles testigos de usar para que el mundo exterior piense de nosotros como hasta la presente, aprovechamos la ocasión para saludarle en la seguridad de ver cumplidos nuestros deseos de que vuelvan las aguas a su cauce, rogándole ya que no es por correo tradicional sino de urgente, es por lo que le exigimos que nos envié debidamente aceptado por usted, el documento presente con su beneplácito y conformidad.
Acepto y firmo Práxedes de Argensola
Viceministro de Cúltura
Esto es lo que el escrito especificaba.
Sentí que habían pasado la muralla de mis no condicionados límites, gozaba de una intriga angustiosa nueva, era más culminante que la experiencia, que venía fomentando desde hacía tiempo en atesorar mis poemas.
Ahora advertía en mi interior una nueva clase política, diferente a la conocida hasta ahora, esta no hablaba de Libertad, y de alcanzar la ley natural, tanto literarias como políticas. Tendría que ahondar y excavar en estas frases tan poco alentadoras y que se sostenían fuera de mi entorno en el exterior de un país afligido.
Con cierto odio exterminé y creo que fue así el maldito documento ya que este me había revelado algo que no hablaba de liberación.
- ¿Cómo me hubiera gustado ver sus caras cuando lo escribieron?. ¿Que quieren tener un caso para que puedan presumir ante el mundo de que, yo, la famosa poetisa Vasconvalles, se ha rendido a sus pies y proclamo mi integración total a su régimen?. ¿Que equivocados están, cuando se darán cuenta que están más desprestigiados que al principio.
Si antes tenían a una persona que asistía y escribía de algunas cosas que no entraban en su mundo, ahora era una “enemiga” en lo que me habían convertido.
- Pero si mi pluma les hace daño, mí mente saben lo que puede parir en cuanto la ponga a dar ordenes a mis manos. Llenaré cientos de escritos de verdades encolerizadas sobre su mandato.
La hora de los escritores había llegado, mi oratoria era más real que el filibusterismo de sus arengas y sin tiempo medido ni sintetizado para que nada se escapara, yo no tenía ese tiempo temido por la fluidez y sin la prensa que manipulara mis palabras no solo llenas de gramática sino de algo que la naturaleza concede en forma de inspiración. Delante del espejo hablaba enfrentándome a mi misma manteniendo la mirada a mis ojos.
- No saben que los poetas no somos los ególatras de las vanidades que hablamos con la luna en medio de fantasías de colores y espuma de un mar.
- ¡No! la espuma si os puede salir de la boca con duras palabras y metáforas desenfrenadas a los nervios que producen terror y equivocaciones de tristes que no tienen el ojo de la verdad cuando miran al arte y no ven nada. Vuestros labios los pueden sellar pero no vuestras mentes.
- Es evidente. Los poetas penetramos en las cimas moduladas que dejaron abiertas los grandes maestros desde que hacían sus nocturnos bailes ayudados por la mandrágora.
- Los poetas creáis reales paralogismos desde vuestras mentes en distracciones y juegos de los símbolos y musas que os llegan sin saberlo, os llaman, y os llaman a los Vates, para que forméis aquelarres de poetas con la intención de abrir vuestros versos de sus celadas.
- Los poetas caminamos por viajes de dónde nunca se regresa y hasta la sombra desaparece entre secretos que se desvelan y el ángel nos señala un camino desconocido y no son redes las que nos atrapan sino la luz que por desconocerla duele y hasta viajamos en cruceros donde no nos hacen fotos al subir.
- Nunca han pensado como son vuestras raíces agresivas que absorben todo aquello hasta que desaparecen las mejores escenas de vuestra vida pero no saben que las barras de acero que arrojáis con la destreza de pensamientos en cercanos lechos de cristal y pozos púrpuras en espejismos.
Al día siguiente domingo, tenía un sueño enfermizo que me impedía levantarme, mi conversación conmigo delante del espejo me hizo soñar con ella, con la carta recibida por la noche y enviada por un Agente de la autoridad, había sido fuerte. Mi trabajo en la Universidad además de mis lecturas de los clásicos, y los escritos que molestaban, requerían de mí el quedarme en la cama todo el día, lo necesitaba. Soñaba con la líquida fuerza de mi cansancio, aislada me sentía yo, sola, con mis reflexiones en medio de unas sábanas calientes, y caliente mi espíritu por los que habían escudriñado la carta y sobre todo especulando en que se basaban.
Al cabo de unas horas intente recordar alguno de los sueños, me fue casi impracticable el recordarlos, me levanté y con un hambre también malsana, encontré algo en mi cuarto y lo digerí con una rapidez impresionante, me lave los dientes y al mirarme en el espejo, me delataron enseguida mis ojos rojos cargados de sueño, mi pelo revuelto y algunas arrugas que en mi cara habían nacido esa noche por las sábanas pegadas en mi cara.
Los recuerdos de mi casa me han removido los relatos de cuando era niña, notaba como la melancolía relampagueaba en mis ojos, en la tarde solitaria y oscura, las fotos de mis padres, rociaban mis pómulos de aflicción con gemidos entrecortados y penosos, quizá intento recordar el olor a otoño de mi casa y me envuelve un resquemor de soledad al sentirme cercada en la habitación de mi casa.
- Quiero sacudirme el amargor que me produce las saudades cuando me siento herida, no quiero que mi vida se impregne del aroma de la añoranza y sé que el tiempo no duerme como nosotros, no anhelo las tardes grises en mi cuerpo de mujer.
- Sabes que a la flaqueza no le debes permitir deslizarse en tu interior nostálgico.
- Ni deseo crear sedimentos en el olvido.( Me respondí de nuevo ante el espejo.)
En un mundo dónde no hay remansos de paz en vidas simples, en vidas grises que no desean más allá que vivir sin miedo, sin la espada de Damocles pendiendo de un hilo y el agua no tiene porque ser un suplicio como el de Tántalo. Revoluciones hechas para él y por el pueblo que se convierten en dictaduras con el miedo como protagonista.
- Todo lo que digo a veces sin darme cuenta me forma una capa cada vez más dura y cada vez con más ansias de libertad, la libertad también está en nosotras.
- ¿Recuerdas a tu amigo que apareció muerto?
- .Veo sus facciones, su rostro redondo, su pequeña cabeza, su pelo blanco, con la nariz afilada y respingona y ojos tristes pero con la mirada astuta y soñadora, su expresión jocosa y sus viejas ropas deshilachadas, sus botas rotas, gritando a las personas, profiriendo gritos que bien podían ser de libertad, de sufrimiento endurecido por algo que ya no le importaba y pedía a gritos su muerte.
- ¿Pensarás que habrá algo después de la muerte?.
- ¡Si!, ¿Pero quién se acuerda de él, si no había tenido un gran entierro y la fosa común tuvo que ser su destino final?.
- ¿Pero cuántos habrán tenido ese final?.
- El aguante de las personas llega a un límite y sus mentes no toleran tantas y tantas preocupaciones en una sola vida.
- ¿Qué objetivo tiene esta si estás siempre viviendo en la intolerancia de otros?.
- ¿Para qué has venido a un mundo dónde solo hay desdichas entre las personas sometidas y que no tienen la culpa?.
- ¿Quizá eran suicidios lo que buscaban la gente que no tenía el valor de tirarse a un río?.
- No quiero que pienses en eso. La vida por muy dura que sea es solo una vez, y se necesita vivir entera y de ti se espera mucho no solo ponerte vestidos largos en las recepciones y recitales.
Pienso en la soledad que veo a mí alrededor, mis pensamientos no paran de brotar en mi mente, de noche veo las estrellas y no hago caso de antiguas tradiciones, veo a mis estrellas aunque son pocos días al año cuando se dejan ver. La Luna no me inspira tanto, me atrae pero pienso que debe estar cansada de todos los mensajes y todos los cuentos que se forjan sobre ella, he reflexionado que la verdad no solo esta en los grandes maestros, también existe en las personas más humildes, en las personas, que su libertad de componer música, pintar o escribir como hacen los poetas con versos de amor, hasta versos de soledad y de muerte pero que el mundo los denomina, desconsolados, atribulados... y ¿porqué?, el amor mueve al mundo, todo lo relativo al mundo exterior de la tierra esta acribillado por millones de personas haciendo monólogos con ellos y que creen tener respuesta de estos.
- La humanidad necesita amor, la gente sufre, y tratan de meterse en sí mismo en esta vida mortal. Cuantas veces un pequeño poema, una canción nos ha transportado a otro mundo, que sentirían sus autores en ese momento, para que otros sintiéramos sensaciones pasado el tiempo, y manifestar una transubstanciación en nuestro ser.
- Media parte del mundo piensa en aniquilar a la otra, es por eso el potencial futuro en descubrimientos o conquistas en el espacio lo que mueve al hombre por salir de nuestro planeta, si este está aún desconocido.
Pienso que a los seres humanos nos es grata nuestra autodestrucción; ya desde el paraíso terrenal somos arrojados por nuestro propio albedrío.
Y todo esto que pienso me lo quieren expropiar, y apropiar, por medio de órdenes escritas en una carta que bien podría ser mi esquela una de esas que anuncian los periódicos. Ellos piden ponerme firme con una rubrica en un documento que ni siquiera tiene talla de pergamino. ¡No!.
- ¿Qué he de hacer?.
- Lanza tus alaridos como una cantora de naciones, sigue tu carrera de tolerancia con los que necesitan forjarse en medio de un mundo inhóspito, que demandan un silencio que ahora no es un eclipse ya que brilla en el intelecto del mortal género humano y la inmortalidad en una historia de héroes que aunque vivieran en la oscuridad de un enrejado.
- Pero brillarán en épocas diferentes dónde la humanidad sea consciente de las tribulaciones que sus antepasados sufrieron proclamando su victoria, resucitándolos de lo que los intolerables escondieron las llaves y que no tiraron al vacío.
No quiero vivir en la caldera del desvanecimiento cuando quieren llevarme al exterminio a través de situaciones movidas por la deslealtad. Tengo que ser el gladiador rival, sobre la palestra de la zona polémica de ateridos recuerdos, creyendo ser el terreno de la transición, vociferando para poner las cosas en orden al no ser el arco sesgado que no dispara el tiro directo que apresa la carrera de los vestigios arañados. Quiero no recordar su tosquedad y su ignara incompetencia atrasadas en noticias del oscurantismo, y el no saber oír las campanas a través de su incultura explorada, que les hace actuar como aprendices de legos de lo superficial y faltando el respeto a todo lo conocido.
No quiero ser un desaliento desbocado. Si observaran la ausencia de mis actos e intentan utilizar el flagelo como disciplina solo porque tienen la fuerza de un áncora que no tiene el rotulo de dónde pertenece. Que el escarmiento sea su fuerza hueca, esa que no alimenta esperanzas en la reserva mental de su reprobación.
- Mi consanguinidad es tomar parte de mi origen y mi origen no está en ellos.
- Su fatuidad no te debe hacer caer en la vileza.
- Lo intentaré, ¿pero que digo lo intentaré?: no quiero ser una de ellos, ¡No por nada del mundo! Ellos no podrán conmigo.
El teléfono sonó, lo dejé que lo hiciera cuatro o cinco veces, pues me imaginaba quien podría ser y no quería causar la sensación de prisa por saber que iba a pasar, encendí un cigarrillo, me retoque el pelo, me vi en un espejo, me acomodé en un sillón y lo descolgué.
- Sí.
- Señora de Vasconvalles, por favor,
El acento de la persona que llamaba no era el que esperaba, por lo que más tranquila contesté:
- Si, soy la Señora de Vasconvalles.
Una voz femenina me advirtió que la persona que me quería hablar, desconocía mi idioma, y que si estaba de acuerdo en que ella fuera la traductora, oyendo primero a otra persona y simultáneamente ella lo traduciría. A lo que accedí:
- Le habla el Señor Gustav Jhonson director de la Academia Sueca.
- ¿Cómo? El direc...
- Si Señora Vasconvalles, ha sido usted galardonada con el Premio Nobel de Literatura de este año.
Ni que decir tiene que vi un gran cielo abierto, pero un cielo de estrellas, de sol, de relámpagos, de noches, de días, todo en segundos y sentí que pensarían ahora.
- Hoy se comunicará al mundo entero a través de todos los medios.
- ¿Hoy lo sabrá el mundo entero?... ¿Y cuando tendré que ir?
- En breves fechas enviaremos a un grupo de personas que la acompañarán a recibir el Premio Nobel.
VI QUE HABÍA JUSTICIA EN EL MUNDO...
¿LA HABRÍA?
jueves, 27 de marzo de 2008
PEQUEÑA TITA por Alix Elena Rosales-Fazio
"Los inútiles, en rutas absurdas,
han dejado olvidados los balcones
donde cuaja el rocío."
Carmen Amaralis Vega
Tenía la mirada lánguida y se le asomaban sus dos grandes incisivos delanteros. Una mueca de burla o de desconsuelo. Estaba rígida, como acusándome, y en ese momento no supe de qué, pero esa imagen se quedó en mí, perpetua como un tatuaje de la memoria, como si ella y yo, que ya vivimos tempestades, tuviera algo más que cargarme. Y eso que para entonces se destilaban algunos rayos de sol en el firmamento escondido de nuestros días de complicidad.
Su muerte fue un infortunio. Creo que fue eso lo que me querían decir sus ojos. Hoy comprendo cuáles fueron los otros motivos que hubiera tenido para recriminarme. Por eso su recuerdo me conmueve, aunque las lágrimas tienen otro significado, son como un parpadear sublime del afecto.
—¡Libérala!
—¡No! – me opuse.
—No lo sabes, no puede vivir en cautividad...
Camila insistía, pero yo no quería complacerla. Era una de las pocas cosas que me daba alegría al volver del trabajo, al encontrarla por las mañanas allí, ágil e inquieta, observándome con sus profundos, agudos y brillantes ojos negros. La perfecta Camila, un epiteto llevado con prez, para quien se proclamaba amante de la vida natural y de los animales. El desdichado animal no deseaba su libertad, tal vez quería sólo liberarse de mí.
Recuerdo una lejana noche, alrededor de las doce, cuando oí ruidos en el patio de la casa. La curiosidad me roía, pero me dije: "mañana veré de qué se trata". No quise asomarme por la ventana de la habitación y me quedé dormida nuevamente. Al día siguiente me encontré con una jaulita hecha artesanalmente sobre el lavadero. No podía creerlo. Se trababa de un hermoso animal, el que más tarde me donaría muchas horas de observación, y se convertiría en un fiel amigo. ¡Qué novedad para mí! Nunca fui una niña afectuosa con los animales y menos en edad adulta. Camila, desde siempre, fue una especie de embajadora de buena voluntad, con un proyecto de vida serena, exitosa, tanto profesional como privada. Y qué decir de Tita, no se si merecía llamarse así, porque nunca supe cuál era su sexo. Para mí fue hembra, hembra como yo, así que la llamé Tita sin más. Esa misma mañana los ladridos del perro me atrajeron, por eso fui hacia el patio trasero y la sorpresa fue doble, encontré un enorme perro negro atado con una cuerda a la empalizada. Era un cruce de razas, alto y flaco y con la mirada de miel. ¿Cómo diablos llegaron estos animales aquí? –me pregunté.
Mi hermano Benjamin se acercó y me preguntó:
—¿Te gusta?
— ¿El perro?...No. No me gustan los perros, lo sabes.
— ¿Y... la has visto?, la puse en la lavandería.
—¡Ah!.. sí,...esa sí que me gusta, y mucho. Es adorable. Pero, ¿de dónde los sacaste?
—Ayer jugué una partida a las cartas y una de las personasque perdió me pagó con los animales. Yo no los quería, pero él insistió en que me los cogiera. Creo que estaba harto de ellos. También pensé en que serían un problema, mamá no desea la improvisación de ocupaciones ya que el trabajo no se lo permite. Es probable que se enfade conmigo...
—¿Y si no los quiere?, ¿y si no los acepta?. ¿Y tú, perdiste mucho dinero? —dije insistente como de costumbre lo hago.
— Si la quieres, es tuya. Eso fue lo único que me respondió. Dio la vuelta y se fue.
Desde aquel momento la adquirí, como si fuera un objeto de intercambio. Tita reflejaba el mismo dolor que me invadía. Tenía un brillo en sus ojos que traducía mi rabia y mi hostilidad, a veces conscientemente y otras veces no. Era difícil dominarse en ciertas circunstacias; porque me sentía fatal y el mundo seguía girando, ignorandome. Era una preda del abandono, de una traición y no sabía qué hacer ni cómo sobrevivir. Quería matar al insecto que ronroneaba dentro y fuera mí, quería aplastarlo, destruirlo, pero el insecto seguía sobrevolándome, macerando mi odio y yo inerte con el matamosca en mano.
Cuando volvía a la casa después del trabajo, me topaba con el vacío. Mi madre trabajaba hasta las nueve de la noche, mi hermanita menor andaba en sus delirios adolescenciales, cantando, hablando horas interminables por teléfono con sus amigos, haciendo sus deberes escolares y otras vaguedades. Mi hermano llevaba una existencia muy movida: fiestas, novias, materias aplazadas en la universidad...Y mi otra hermana iba a la universidad en otra región. Nadie me esperaba para tomar un café o ver la tele o para preguntarme: ¿cómo te va?...¿Y mi padre? Brillaba por su ausencia, se había casado de nuevo y construyó otra vida, en otra ciudad a cuarenta y ocho horas de viaje por carretera ¿Quién estaba allí para consolarme, quién me entretenía después que estaba cansada de navegar por el mar de mi soledad y el de internet?
Tita, solamente.
Releí, en mis tiempos libres —ese tiempo dedicados a él y sus manías- casi todas las obras literarias que tenía en la casa; los clásicos y los contemporáneos. Al acabarlas compré otras y me convertí en una lectora compulsiva. Ninguna historia que leyese, nueva o vieja, me borraba de la mente la mía, mi estúpida historia. Sentía el destino de los personajes que se me pegaban a los pellejos de mi ansiedad. ¡Total neurosis! En la librería alguien leyó mi propia diagnosis en mis ojos y me recomendó los libros de autoayuda: "Sea feliz"... ¡Qué basura!. Yo no encontraba ni mi risa ni las ganas de sonreir, entonces ¡al diablo! Después dejé los libros.
Mi creatividad se encendió por un tiempo junto a mis deseos de hacer cosas que jamás había hecho. Compré ángeles de cerámica, en crudo, y me pasaba el tiempo en decorarlas, inventándome las técnicas de pintura al frío. Hice muchas que ya no quedaba estantería donde no colocase una. Pero ningún angelito era más tierno que Tita, la saltadora. Compré revistas de manualidades, hice cojines, manteles, miles de manualidades, que me ocupaban las noches insomnes. Pero esa llama que me ardía por dentro no se mojaba con la lluvia de deseos que albergaba en mi buen sentido y mis firmes propósitos. Me decidí por el culto del cuerpo. Ejercicios, dietas localizadas, masajes, fangoterapias, sauna...Todo lo que estaba de moda para ponerse en forma y adquirir un poco de autoestima de la buena y aliviarme del dolor que gobernaba mi mundo. Me trasformé en un anchoa salada y seca. Muy en buena forma. ¡Qué malas costumbres se me quedaron empegostadas en el alma!, ¿cómo era posible?. Uno no se da cuenta que ha perdido no sólo el objeto del deseo, sino también sus propios gustos, sus perspectivas, acaba por aceptar los gustos, modos de hacer y de vivir, las inquietudes y las perspectivas de otro, como si fueran las suyas. Somos como las ocasiones y nos llenamos de ellas. Mi pensamiento, trillado de lugares comunes, con la única necesidad de alimentarme de pretéritos.
Y Tita a mi lado, acompañándome en los atardeceres cuando más me jorobaban los recuerdos, sin libros, ni bordados, ni cafés; sólo compañía.
Tita y yo cantábamos viejas canciones de los 60' y 70' mientras yo hacía las faenas de la casa: lavaba la ropa, planchaba o rastrillaba las hojas secas del patio. Ese terreno abierto y fértil que representaba un válvula de escape de la casa, pesada y derrumbada en mis hombros. El patio, una comunidad de frondosos árboles donde moraba Tita bajo su sombra y yo debajo de ambos, en el subsuelo. Cantaba a todo pulmón para apagar las voces de adentro y ¡mi Tita ahí, que casi casi me aplaudía las extraordinarias interpretaciones! Era mi espectadora preferida. Y el perro negro, pobrecillo —que al final fue adoptado por mi madre- por su parte, entonaba aullidos escuchando mis melodías, creo, que mis ejecuciones representaban una tortura nacista para él y para Tita, naturalmente.
A Tita yo la alimentaba con los almendrones*, con las semillas de nísperos, zapotes*, los huesos de los mamones*, con mangos tropicales del patio. Porque no siempre se encontraban nueces, avellanas y las almendras, por mi región se veían en los mercados sólo para navidad y a precios de importación. Donde vivíamos no prosperaban muchas coníferas. Entonces ella me mostraba su dientes enojados cuando yo le daba otros frutos, y me agredía la mano. Yo no podía complacerla siempre, pero me esforzaba. En cambio yo, de buenas a primeras, ofrecía una mesa colma y no llegaba nadie para saciarse de mis manjares. Me agredía de muerte el hecho que nadie se esforzaba por mí, ni por mis sentimientos. La pobre Tita ignoraba que le hacía pruebas y experimentos, imaginaba que si probaba otros alimentos, distintos, podrían agradarle y acostumbrarse. Sabía, que los de su especie podían autoadaptarse al encierro y pensé, ¿quizás podría acostumbrarse a una alimentación variada? La estaba tratando como al perro, al que mi madre le daba arroz, pan, plátanos asados, cualquier cosa que sobraban de la cocina y él gustoso los devoraba. Tita no, ella era caprichosa y no cambiaba facilmente sus hábitos. Hasta en esto eramos almas gemelas, no bailábamos al ritmo que nos tocaban. Aunque creo que yo me hubiera conformado, si señor, ¡conformada con las sobras!, aunque al poco tiempo, tal vez, hubiera mostrado mis dientes y hubiera mordido manos.
Tita emitía extraños ruidos, estridentes, los que yo interpretaba como un llamado de la selva, la que llevamos todos dentro. A veces me veía llorar a torrenciales lagrimones frente a su jaula, sospechaba telepáticamente los porqués de mis estados de ánimo. Algunas veces era porque lo había encontrado de nuevo, otras, porque lo veía por la ciudad, dando vueltas, diviertiéndose, conduciendo nuestro coche (o el que fuera nuestro). Tita estaba allí, conmigo, aunque de cabeza para abajo, acrobática, pero conmigo.
Cómo aceptar, ¿por dónde empezar a aceptar la realidad?. Mi cerebro se rehusaba a asimilar y digerir. Mis pensamientos comenzaban a echar para afuera por lo poros, por los capilares, por mi ADN esa selva maldita que habitaba en mí. Los brazos de los pensamientos se convertían en trenzas y se enlazaban con mi cuerpo. Entonces comenzaba a fantasear, a imaginar un plan: "...¿y si me valgo de algún amigo en común?; ¿y si... no me alejo de todo y estoy siempre alli, como la amiga incondicional, y me gano su afecto de nuevo? ¿Y si se arrepiente?.. Y si, y si...y si...perverso condicional de hipotesis inconclusas. Pensaba que él y yo, al final, eramos iguales: en soledad, en silencio, en el cultivo del intelecto, nos gustaba actualizarnos cada uno en lo suyo. Nos gustaba ir al cine continuamente, veíamos la tele satelital (y no la otra que considerabamos del subdesarrollo). Para nosotros pasar los domingos en pijama era el hobby preferido, como navegar en internet. Amabamos la misma ciudad, nuestros trabajos...y con un futuro decidido: ¡sin hijos!, sólo tiempo y espacio para nosotros. En fin, todo parecía que funcionaba, que era perfecto, o casi perfectivo, como los tiempos compuestos del verbo. "El pero..." no es solamente una conjunción adversativa, era una realidad insoslayable, "un pero" siempre es un pero importante. Siendo asi, ella apareció, como "pero", espectro de su pasado juvenil y removió el suelo de mis sueños en común, en la misma casa de la periferia, alteró el cauce de las cosas, la coherencia y la cohesión.
En los ratos infinitos en que me secuestraba la angustia, cada rugido de mi selva tramaba cómo deshacerme del obstáculo. Planificaba una posible venganza, una incierta reconciliación, un dudoso perdón; y programaba la cuenta nueva. Todo era una posibilidad como en tiempos del subjuntivo. No encontraba el plan justo, ni las estrategias. No tenía un poder mental para crearlo y ejecutarlo. Pensaba y repensaba como inventarmelo y el muy escurridizo plan se me iba de las manos, a penas intentaba ejecutarlo. Era igual que Tita, escurridiza y me agujetaba con sus uñas malignas. Todo esto junto era como una gran manta de patchwork que hacía de mis noches noctámbulas perennes, las angustias esparcidas en la cadena de eventos de mi ser. Me convertí en una cazadora de oportunidades y no buscaba mi oportunidad, entonces caminaba en círculos entre la tragedia y el dolor, tristeza y abandono. Ganaba la obsesión.
A diferencia de Tita, mi entrañable e íntima Camila no estaba al corriente y yo no me atrevía a contárselo; además que no quería ni su compasión ni su pena. No quería que me viera morir de envidia por su vida organizada y perfecta. Me avergonzaba de mí misma, a la vez que me asustaba mucho el sentirme así de desesperada. Vivía aterrada de mis miedos, de mis angustias y mientras los analizaba me desesperaba de nuevo. No quería ofrecerle a Camila, ni a nadie un espectáculo tan ridículo. Camila, ¡ vaya presunción la suya!, pretendía que yo dejase libre al único ser que me seguía de cerca, mi pequeña Tita. Camila no se daba cuenta de nada o tal vez ignoraba por comodidad, porque se mantenía muy ocupada ejerciendo su protagonismo, poseía todo lo que yo hubiera querido para mí: el marido que la amaba, una hija que yo hubiera deseado (en esos incontrolables deseos nuestros de tipo siamés) su casa, y quizás hasta el perro. Lo reconozco, estaba bajo los efectos de una psiquis maligna, vestida de luto y sin remedio. Me sentía indigna, ahogada en mi desprecio, depresiva, con ansias de venganza, de castigo, en fin, viviendo minuto a minuto mi muerte interior.
Una tarde, a mi regreso del trabajo, encontré la jaula vacía. No podía asimilar lo que estaba sucediendo, también Tita había alzado el vuelo... Los árboles tramaron junto a ella su fuga. Pasó por lo brazos del almendrón, por el níspero y se fue hacia el mamón... ¿y de alli?...No sé adonde. Pero, ¿quién le abrió la jaula? ¿Era tan astuta como para abrir la jaula por si sola?. Inmediatamente imaginé que era una broma de mi hermano, que la habría escondido él. Pero la verdad fue otra, ninguno de la casa sabía nada de ella. Nadie por quién molestrase, uno de menos.
Al siguiente día, llegó la noticia. Vino Julián, el hijo de la vecina de diez años, con Tita envuelta en un paño rojo. Era su féretro. Había muerto acosada por los chicos del barrio. Tenía su mirada lánguida, la larga cola oscilante, estaba fría y llevaba una expresión que me decía no sé qué. Le hice un funeral en el patio, la cubrí con un manto de tierra y junto a ella enterré también parte de mi dolor, porque, mágicamente, las llagas incurables que sentía, se habían ido cicatrizando, sin darme cuenta. Tita se llevó con su recuerdo una parte de mí que estaba putrefacta. Él se había ido, era verdad, pero se ha había llevado consigo a sí mismo, no una parte de mí, ni de mi mundo, ese mundo ficticio construido con sus mentiras, ese fue el que se derrumbó. Fui yo quien se quiso sepultar viva en el conjunto de sus promesas muertas. Me quedé por mucho tiempo observando al microscopio cada detalle de la relación, para comprender en qué había fallado, como si le pudiera remendar el hueco, descosido. Pensaba que era injusto, y que yo no merecía quedar fuera de sus planes, si yo lo amaba hasta el punto que, de mi vida amaba sólo a él y me parecía que no sabía hacer otra cosa, y como todos los sentimientos inútiles obstruyen el razonamiento, me dejé ir por los caminos donde no se encuentraba nunca una salida. Acrobacias espectaculares tiene uno que aprender a hacer para salir airoso y encontrar la verdadera salida. Tita, la acrobática, las sabía hacer y yo la imité. Salté la onda del tsunami y no supe cuando llegué a tierra firme. Lo importante fue que llegué.
Supe que fue Camila quién le abrió la puertecita a la jaula de mi ardilla (¿o ardillo?, todavía no lo sé), a escondidas, como una manipuladora del destino. Comprendí que no es el tiempo sino la determinación la que conlleva a modificar cualquier estado de depresión, es el mejor remedio contra la traición y la cura contra el sentimiento de abandono. La solución es, simplemente, llevar una vida bien vivida, plena de si, pedaleando cada quien su propia bicicleta, moldeando el futuro con lo que se tiene: la vida llena de sobresaltos, emociones, dolores, placeres, alegrías, amores, sueños por alcanzar... Es todo cuanto nos basta.
*Especies de árboles de Venezuela mencionados:
Almendrón: Terminalia Catappa Linn
Mamón: Melicocea Bijuga L.
Zapote: Calucarpum sapota/ pauteria sapota
Nispero: Manilkara anchras
han dejado olvidados los balcones
donde cuaja el rocío."
Carmen Amaralis Vega
Tenía la mirada lánguida y se le asomaban sus dos grandes incisivos delanteros. Una mueca de burla o de desconsuelo. Estaba rígida, como acusándome, y en ese momento no supe de qué, pero esa imagen se quedó en mí, perpetua como un tatuaje de la memoria, como si ella y yo, que ya vivimos tempestades, tuviera algo más que cargarme. Y eso que para entonces se destilaban algunos rayos de sol en el firmamento escondido de nuestros días de complicidad.
Su muerte fue un infortunio. Creo que fue eso lo que me querían decir sus ojos. Hoy comprendo cuáles fueron los otros motivos que hubiera tenido para recriminarme. Por eso su recuerdo me conmueve, aunque las lágrimas tienen otro significado, son como un parpadear sublime del afecto.
—¡Libérala!
—¡No! – me opuse.
—No lo sabes, no puede vivir en cautividad...
Camila insistía, pero yo no quería complacerla. Era una de las pocas cosas que me daba alegría al volver del trabajo, al encontrarla por las mañanas allí, ágil e inquieta, observándome con sus profundos, agudos y brillantes ojos negros. La perfecta Camila, un epiteto llevado con prez, para quien se proclamaba amante de la vida natural y de los animales. El desdichado animal no deseaba su libertad, tal vez quería sólo liberarse de mí.
Recuerdo una lejana noche, alrededor de las doce, cuando oí ruidos en el patio de la casa. La curiosidad me roía, pero me dije: "mañana veré de qué se trata". No quise asomarme por la ventana de la habitación y me quedé dormida nuevamente. Al día siguiente me encontré con una jaulita hecha artesanalmente sobre el lavadero. No podía creerlo. Se trababa de un hermoso animal, el que más tarde me donaría muchas horas de observación, y se convertiría en un fiel amigo. ¡Qué novedad para mí! Nunca fui una niña afectuosa con los animales y menos en edad adulta. Camila, desde siempre, fue una especie de embajadora de buena voluntad, con un proyecto de vida serena, exitosa, tanto profesional como privada. Y qué decir de Tita, no se si merecía llamarse así, porque nunca supe cuál era su sexo. Para mí fue hembra, hembra como yo, así que la llamé Tita sin más. Esa misma mañana los ladridos del perro me atrajeron, por eso fui hacia el patio trasero y la sorpresa fue doble, encontré un enorme perro negro atado con una cuerda a la empalizada. Era un cruce de razas, alto y flaco y con la mirada de miel. ¿Cómo diablos llegaron estos animales aquí? –me pregunté.
Mi hermano Benjamin se acercó y me preguntó:
—¿Te gusta?
— ¿El perro?...No. No me gustan los perros, lo sabes.
— ¿Y... la has visto?, la puse en la lavandería.
—¡Ah!.. sí,...esa sí que me gusta, y mucho. Es adorable. Pero, ¿de dónde los sacaste?
—Ayer jugué una partida a las cartas y una de las personasque perdió me pagó con los animales. Yo no los quería, pero él insistió en que me los cogiera. Creo que estaba harto de ellos. También pensé en que serían un problema, mamá no desea la improvisación de ocupaciones ya que el trabajo no se lo permite. Es probable que se enfade conmigo...
—¿Y si no los quiere?, ¿y si no los acepta?. ¿Y tú, perdiste mucho dinero? —dije insistente como de costumbre lo hago.
— Si la quieres, es tuya. Eso fue lo único que me respondió. Dio la vuelta y se fue.
Desde aquel momento la adquirí, como si fuera un objeto de intercambio. Tita reflejaba el mismo dolor que me invadía. Tenía un brillo en sus ojos que traducía mi rabia y mi hostilidad, a veces conscientemente y otras veces no. Era difícil dominarse en ciertas circunstacias; porque me sentía fatal y el mundo seguía girando, ignorandome. Era una preda del abandono, de una traición y no sabía qué hacer ni cómo sobrevivir. Quería matar al insecto que ronroneaba dentro y fuera mí, quería aplastarlo, destruirlo, pero el insecto seguía sobrevolándome, macerando mi odio y yo inerte con el matamosca en mano.
Cuando volvía a la casa después del trabajo, me topaba con el vacío. Mi madre trabajaba hasta las nueve de la noche, mi hermanita menor andaba en sus delirios adolescenciales, cantando, hablando horas interminables por teléfono con sus amigos, haciendo sus deberes escolares y otras vaguedades. Mi hermano llevaba una existencia muy movida: fiestas, novias, materias aplazadas en la universidad...Y mi otra hermana iba a la universidad en otra región. Nadie me esperaba para tomar un café o ver la tele o para preguntarme: ¿cómo te va?...¿Y mi padre? Brillaba por su ausencia, se había casado de nuevo y construyó otra vida, en otra ciudad a cuarenta y ocho horas de viaje por carretera ¿Quién estaba allí para consolarme, quién me entretenía después que estaba cansada de navegar por el mar de mi soledad y el de internet?
Tita, solamente.
Releí, en mis tiempos libres —ese tiempo dedicados a él y sus manías- casi todas las obras literarias que tenía en la casa; los clásicos y los contemporáneos. Al acabarlas compré otras y me convertí en una lectora compulsiva. Ninguna historia que leyese, nueva o vieja, me borraba de la mente la mía, mi estúpida historia. Sentía el destino de los personajes que se me pegaban a los pellejos de mi ansiedad. ¡Total neurosis! En la librería alguien leyó mi propia diagnosis en mis ojos y me recomendó los libros de autoayuda: "Sea feliz"... ¡Qué basura!. Yo no encontraba ni mi risa ni las ganas de sonreir, entonces ¡al diablo! Después dejé los libros.
Mi creatividad se encendió por un tiempo junto a mis deseos de hacer cosas que jamás había hecho. Compré ángeles de cerámica, en crudo, y me pasaba el tiempo en decorarlas, inventándome las técnicas de pintura al frío. Hice muchas que ya no quedaba estantería donde no colocase una. Pero ningún angelito era más tierno que Tita, la saltadora. Compré revistas de manualidades, hice cojines, manteles, miles de manualidades, que me ocupaban las noches insomnes. Pero esa llama que me ardía por dentro no se mojaba con la lluvia de deseos que albergaba en mi buen sentido y mis firmes propósitos. Me decidí por el culto del cuerpo. Ejercicios, dietas localizadas, masajes, fangoterapias, sauna...Todo lo que estaba de moda para ponerse en forma y adquirir un poco de autoestima de la buena y aliviarme del dolor que gobernaba mi mundo. Me trasformé en un anchoa salada y seca. Muy en buena forma. ¡Qué malas costumbres se me quedaron empegostadas en el alma!, ¿cómo era posible?. Uno no se da cuenta que ha perdido no sólo el objeto del deseo, sino también sus propios gustos, sus perspectivas, acaba por aceptar los gustos, modos de hacer y de vivir, las inquietudes y las perspectivas de otro, como si fueran las suyas. Somos como las ocasiones y nos llenamos de ellas. Mi pensamiento, trillado de lugares comunes, con la única necesidad de alimentarme de pretéritos.
Y Tita a mi lado, acompañándome en los atardeceres cuando más me jorobaban los recuerdos, sin libros, ni bordados, ni cafés; sólo compañía.
Tita y yo cantábamos viejas canciones de los 60' y 70' mientras yo hacía las faenas de la casa: lavaba la ropa, planchaba o rastrillaba las hojas secas del patio. Ese terreno abierto y fértil que representaba un válvula de escape de la casa, pesada y derrumbada en mis hombros. El patio, una comunidad de frondosos árboles donde moraba Tita bajo su sombra y yo debajo de ambos, en el subsuelo. Cantaba a todo pulmón para apagar las voces de adentro y ¡mi Tita ahí, que casi casi me aplaudía las extraordinarias interpretaciones! Era mi espectadora preferida. Y el perro negro, pobrecillo —que al final fue adoptado por mi madre- por su parte, entonaba aullidos escuchando mis melodías, creo, que mis ejecuciones representaban una tortura nacista para él y para Tita, naturalmente.
A Tita yo la alimentaba con los almendrones*, con las semillas de nísperos, zapotes*, los huesos de los mamones*, con mangos tropicales del patio. Porque no siempre se encontraban nueces, avellanas y las almendras, por mi región se veían en los mercados sólo para navidad y a precios de importación. Donde vivíamos no prosperaban muchas coníferas. Entonces ella me mostraba su dientes enojados cuando yo le daba otros frutos, y me agredía la mano. Yo no podía complacerla siempre, pero me esforzaba. En cambio yo, de buenas a primeras, ofrecía una mesa colma y no llegaba nadie para saciarse de mis manjares. Me agredía de muerte el hecho que nadie se esforzaba por mí, ni por mis sentimientos. La pobre Tita ignoraba que le hacía pruebas y experimentos, imaginaba que si probaba otros alimentos, distintos, podrían agradarle y acostumbrarse. Sabía, que los de su especie podían autoadaptarse al encierro y pensé, ¿quizás podría acostumbrarse a una alimentación variada? La estaba tratando como al perro, al que mi madre le daba arroz, pan, plátanos asados, cualquier cosa que sobraban de la cocina y él gustoso los devoraba. Tita no, ella era caprichosa y no cambiaba facilmente sus hábitos. Hasta en esto eramos almas gemelas, no bailábamos al ritmo que nos tocaban. Aunque creo que yo me hubiera conformado, si señor, ¡conformada con las sobras!, aunque al poco tiempo, tal vez, hubiera mostrado mis dientes y hubiera mordido manos.
Tita emitía extraños ruidos, estridentes, los que yo interpretaba como un llamado de la selva, la que llevamos todos dentro. A veces me veía llorar a torrenciales lagrimones frente a su jaula, sospechaba telepáticamente los porqués de mis estados de ánimo. Algunas veces era porque lo había encontrado de nuevo, otras, porque lo veía por la ciudad, dando vueltas, diviertiéndose, conduciendo nuestro coche (o el que fuera nuestro). Tita estaba allí, conmigo, aunque de cabeza para abajo, acrobática, pero conmigo.
Cómo aceptar, ¿por dónde empezar a aceptar la realidad?. Mi cerebro se rehusaba a asimilar y digerir. Mis pensamientos comenzaban a echar para afuera por lo poros, por los capilares, por mi ADN esa selva maldita que habitaba en mí. Los brazos de los pensamientos se convertían en trenzas y se enlazaban con mi cuerpo. Entonces comenzaba a fantasear, a imaginar un plan: "...¿y si me valgo de algún amigo en común?; ¿y si... no me alejo de todo y estoy siempre alli, como la amiga incondicional, y me gano su afecto de nuevo? ¿Y si se arrepiente?.. Y si, y si...y si...perverso condicional de hipotesis inconclusas. Pensaba que él y yo, al final, eramos iguales: en soledad, en silencio, en el cultivo del intelecto, nos gustaba actualizarnos cada uno en lo suyo. Nos gustaba ir al cine continuamente, veíamos la tele satelital (y no la otra que considerabamos del subdesarrollo). Para nosotros pasar los domingos en pijama era el hobby preferido, como navegar en internet. Amabamos la misma ciudad, nuestros trabajos...y con un futuro decidido: ¡sin hijos!, sólo tiempo y espacio para nosotros. En fin, todo parecía que funcionaba, que era perfecto, o casi perfectivo, como los tiempos compuestos del verbo. "El pero..." no es solamente una conjunción adversativa, era una realidad insoslayable, "un pero" siempre es un pero importante. Siendo asi, ella apareció, como "pero", espectro de su pasado juvenil y removió el suelo de mis sueños en común, en la misma casa de la periferia, alteró el cauce de las cosas, la coherencia y la cohesión.
En los ratos infinitos en que me secuestraba la angustia, cada rugido de mi selva tramaba cómo deshacerme del obstáculo. Planificaba una posible venganza, una incierta reconciliación, un dudoso perdón; y programaba la cuenta nueva. Todo era una posibilidad como en tiempos del subjuntivo. No encontraba el plan justo, ni las estrategias. No tenía un poder mental para crearlo y ejecutarlo. Pensaba y repensaba como inventarmelo y el muy escurridizo plan se me iba de las manos, a penas intentaba ejecutarlo. Era igual que Tita, escurridiza y me agujetaba con sus uñas malignas. Todo esto junto era como una gran manta de patchwork que hacía de mis noches noctámbulas perennes, las angustias esparcidas en la cadena de eventos de mi ser. Me convertí en una cazadora de oportunidades y no buscaba mi oportunidad, entonces caminaba en círculos entre la tragedia y el dolor, tristeza y abandono. Ganaba la obsesión.
A diferencia de Tita, mi entrañable e íntima Camila no estaba al corriente y yo no me atrevía a contárselo; además que no quería ni su compasión ni su pena. No quería que me viera morir de envidia por su vida organizada y perfecta. Me avergonzaba de mí misma, a la vez que me asustaba mucho el sentirme así de desesperada. Vivía aterrada de mis miedos, de mis angustias y mientras los analizaba me desesperaba de nuevo. No quería ofrecerle a Camila, ni a nadie un espectáculo tan ridículo. Camila, ¡ vaya presunción la suya!, pretendía que yo dejase libre al único ser que me seguía de cerca, mi pequeña Tita. Camila no se daba cuenta de nada o tal vez ignoraba por comodidad, porque se mantenía muy ocupada ejerciendo su protagonismo, poseía todo lo que yo hubiera querido para mí: el marido que la amaba, una hija que yo hubiera deseado (en esos incontrolables deseos nuestros de tipo siamés) su casa, y quizás hasta el perro. Lo reconozco, estaba bajo los efectos de una psiquis maligna, vestida de luto y sin remedio. Me sentía indigna, ahogada en mi desprecio, depresiva, con ansias de venganza, de castigo, en fin, viviendo minuto a minuto mi muerte interior.
Una tarde, a mi regreso del trabajo, encontré la jaula vacía. No podía asimilar lo que estaba sucediendo, también Tita había alzado el vuelo... Los árboles tramaron junto a ella su fuga. Pasó por lo brazos del almendrón, por el níspero y se fue hacia el mamón... ¿y de alli?...No sé adonde. Pero, ¿quién le abrió la jaula? ¿Era tan astuta como para abrir la jaula por si sola?. Inmediatamente imaginé que era una broma de mi hermano, que la habría escondido él. Pero la verdad fue otra, ninguno de la casa sabía nada de ella. Nadie por quién molestrase, uno de menos.
Al siguiente día, llegó la noticia. Vino Julián, el hijo de la vecina de diez años, con Tita envuelta en un paño rojo. Era su féretro. Había muerto acosada por los chicos del barrio. Tenía su mirada lánguida, la larga cola oscilante, estaba fría y llevaba una expresión que me decía no sé qué. Le hice un funeral en el patio, la cubrí con un manto de tierra y junto a ella enterré también parte de mi dolor, porque, mágicamente, las llagas incurables que sentía, se habían ido cicatrizando, sin darme cuenta. Tita se llevó con su recuerdo una parte de mí que estaba putrefacta. Él se había ido, era verdad, pero se ha había llevado consigo a sí mismo, no una parte de mí, ni de mi mundo, ese mundo ficticio construido con sus mentiras, ese fue el que se derrumbó. Fui yo quien se quiso sepultar viva en el conjunto de sus promesas muertas. Me quedé por mucho tiempo observando al microscopio cada detalle de la relación, para comprender en qué había fallado, como si le pudiera remendar el hueco, descosido. Pensaba que era injusto, y que yo no merecía quedar fuera de sus planes, si yo lo amaba hasta el punto que, de mi vida amaba sólo a él y me parecía que no sabía hacer otra cosa, y como todos los sentimientos inútiles obstruyen el razonamiento, me dejé ir por los caminos donde no se encuentraba nunca una salida. Acrobacias espectaculares tiene uno que aprender a hacer para salir airoso y encontrar la verdadera salida. Tita, la acrobática, las sabía hacer y yo la imité. Salté la onda del tsunami y no supe cuando llegué a tierra firme. Lo importante fue que llegué.
Supe que fue Camila quién le abrió la puertecita a la jaula de mi ardilla (¿o ardillo?, todavía no lo sé), a escondidas, como una manipuladora del destino. Comprendí que no es el tiempo sino la determinación la que conlleva a modificar cualquier estado de depresión, es el mejor remedio contra la traición y la cura contra el sentimiento de abandono. La solución es, simplemente, llevar una vida bien vivida, plena de si, pedaleando cada quien su propia bicicleta, moldeando el futuro con lo que se tiene: la vida llena de sobresaltos, emociones, dolores, placeres, alegrías, amores, sueños por alcanzar... Es todo cuanto nos basta.
*Especies de árboles de Venezuela mencionados:
Almendrón: Terminalia Catappa Linn
Mamón: Melicocea Bijuga L.
Zapote: Calucarpum sapota/ pauteria sapota
Nispero: Manilkara anchras
lunes, 24 de marzo de 2008
AMOR IDEAL por Matías Lucadamo
En la primera clase que tuve en el profesorado de Lengua conocí a la mujer de mi vida. Cuando la vi entrando al aula, con su mochila de lana colgada de un hombro, con sus rulitos castaños, con sus ojos inmensos y distraídos, fue como si el aire cambiara de color.
La chica cruzó el aula flotando. Se sentó en un banco que había contra la pared. Colgó su mochila en el respaldo de la silla. Sacó sus útiles. Se peinó un rulito atrás de la oreja izquierda. Después abrió un libro. Yo la vigilaba encandilado. No la podía dejar de mirar. No quería perderme ni uno solo de sus movimientos. Ella tenía la mirada fija en la lectura. No se daba cuenta de mi fascinación.
Cuando terminó la clase, cuando la chica se fue apurada del aula, abrí el cuaderno y en la última hoja escribí: "Estoy inexplicablemente enamorado de una extraña".
Desde ese día, los lunes se convirtieron en mis jornadas predilectas. La chica solamente cursaba conmigo las clases de Teoría Literaria, así que el resto de la semana no la podía ver. Yo intentaba aprovechar al máximo esas dos horas y me pasaba todo el tiempo mirando a la chica.
Ella, por su parte, nunca me miraba. Durante las clases atendía a la profesora con atención y, cuando terminaba la hora, se iba, tan fugaz como había llegado.
Al principio su indiferencia me dolía. Pensaba que a la chica no le gustaba y que yo no era su hombre ideal. Tuvieron que pasar un par de semanas para que me diera cuenta de que el amor de mi vida tenía otras formas de comunicarse conmigo. No hacía falta que me mirara. Por gestos sutiles yo podía saber que ella era consciente de mi admiración. Cuando se enrulaba el pelo con los dedos, por ejemplo. O cuando miraba la ventana con una sonrisa casi invisible en los labios y se acariciaba una de las pulseritas de la muñeca. En esas sutilezas estaba su manera de decirme: "Sé que me mirás. Sé que te gusto".
Mirándola desde mi rincón del fondo, todos los lunes aprendía un detalle nuevo de su forma de ser. Cuando se sentía triste, sus pestañas parecían sauces. Cuando había tenido sueños alegres, tarareaba una canción.
Yo siempre le escribía. "Me gustan tus rulitos". "Me gustan tus aritos". "Me gustan tus manos". Le escribía todo el tiempo; en las clases de otras materias, en los trenes; en mis madrugadas eternas. No hacía falta que ella estuviera en el aula. Estaba convencido de que la mujer de mi vida, estuviese donde estuviese, me podía escuchar.
Hasta que a las pocas semanas pasó lo inevitable. La profesora anunció el receso de invierno. Los compañeros se alegraron por el descanso de casi un mes. Pero yo me deprimí.
"Me va a costar respirar, amor", le escribí, desorientado, el último lunes de clase. Ella apoyó los codos en su banco y en las manos descansó su mentón. La profesora discurría sobre un texto de Simone de Beauvior, una autora que al amor de mi vida le fascinaba. Pero esta vez no parecía estar atenta. No dejaba de mirar la pared. Como si el efluvio de mi nostalgia la hubiese tocado.
Cuando la clase terminó, cuando la chica se levantó y se fue apurada del aula, tuve una sensación parecida a la que había tenido el lunes en que la conocí. Desaparecieron las personas y los ruidos. Solamente era ella, haciendo en sentido inverso el mismo recorrido que había hecho aquella tarde. Yéndose, fugándose; saliendo de mi vida.
Durante el mes del receso, la costumbre de escribirle se intensificó. Se me volvió una necesidad a todo horario. Tuve que escuchar varias reprensiones de mi jefe, por desatender mis tareas. Mis viejos estaban preocupados. "¿Qué pasa que no comés? ¿Qué pasa que no hablás?". Mis amigos también decían que estaba raro. Tomaba más cerveza que nunca y en vez de reírme me quedaba mudo, mirando la pared.
Yo lo único que quería era estar solo. Aprendí a ver la soledad con otros ojos, durante ese tiempo. Cuando estaba solo podía pensar en ella tranquilo y escribirle sin tener que darle explicaciones a nadie. A veces mi nostalgia era tanta que no podía desahogarla en mis cuadernos. Entonces, mirando la luna, me imaginaba que la mujer de mis años estaba ahí, entre mis brazos, acostada conmigo. Le decía cosas al oído y era como si de verdad ella estuviese ahí, perfumando mi almohada.
La noche anterior al lunes en que volvían las clases no pude dormir. Fui a trabajar como un sonámbulo. Estuve toda la tarde amodorrado, soñándola despierto. A las seis entré al aula. La chica no estaba y la ansiedad me empezó a doler a medida que pasaban los minutos. Ella nunca llegaba tarde. Las piernas se me sacudían con un tic inconsciente, mientras miraba la puerta. La clase ya había empezado y yo seguía sin noticias de ella. "¿Por dónde andarás ahora, amor de mi vida?".
Habrían pasado unos quince minutos, cuando sentí el ruido del picaporte girando. Hubo un momento de vacilación temporal, de congelamiento parcial de todo, entre el instante en que la puerta se abría y la persona que la había abierto aparecía abajo del marco. Era ella. Era ella, sedante, sobrenatural, entrando sigilosamente al aula. Con su mochila de lana, con sus rulitos castaños, con sus ojos inmensos y siderales.
Mi chica cruzó el aula entre las hileras de bancos. Me quedé helado cuando me di cuenta de que la única silla vacía era la que estaba a mi lado. Ella se estaba acercando a mí. Dejé de respirar. La chica se terminó de acercar y yo corrí la mochila. "Gracias", me dijo. El amor de mi vida, de repente, estaba ahí. Sentada conmigo.
La miré de reojo, mientras abría su carpeta. Después de un mes de idealizarla, su hermosura se había vuelto tan concreta que casi no la podía ver. Era como si hubiera un aura a su alrededor que la volviese transparente. Era como ver un silencio hermoso y profundo.
La chica sacó una birome y empezó a tomar apuntes. Yo quise parecerle aplicado y también me puse a copiar. Pero la profesora dictaba muy rápido y en cierto punto se me quedó inconcluso un concepto. Levanté la mirada y mi chica seguía ahí. Hermosa. Lejana. A quince centímetros.
-¿Qué dijo? –le pregunté.
Ella corrió el brazo, para que yo pudiera leer su carpeta.
-Que la demarcación entre qué es literatura y qué no lo es depende de los juicios de valores propios de cada sociedad y de cada época –me dictó en voz baja.
"Tu voz es dulce, amor de mi vida".
-"De cada sociedad y de cada época"... Muchas gracias.
"Tu voz me enamora".
Ella tomó apuntes el resto de la clase y yo no quise volver a interrumpirla. Mientras simulaba prestarle atención a la profesora, miraba su brazo rozando el mío. Miraba sus útiles. Su carpeta, su letra. Sus pulseritas. Sus anillos. Sus manos. Todo hablaba de ella. Estaba ahí, al lado mío, y era un instante mago que había soñado mil y una noches.
Estuve el resto de la clase pensando en qué le iba a decir cuando la hora terminara. Al fin la hora terminó. Cuando la profesora salió del aula, miré a la chica.
-¿Te gusta esta clase?
Ella sonrió.
-Sí, es interesante. Me gusta cómo explica la profesora. ¿A vos?
-A mí también. Es la clase que más me gusta.
Empezó a guardar los útiles. Entonces miré su mochila y descubrí un prendedor con forma de luna que antes no había visto. Ella se despidió.
-Bueno, nos vemos la semana que viene.
-Dale.
La vigilé mientras se iba. Su aroma quedó flotando en el aire. Su voz todavía me acariciaba los oídos. Como una música.
Unas horas más tarde, cuando estaba acostado en mi cama, no me podía dormir. La charla que había tenido con el amor de mi vida me desbordaba en cada uno de mis poros. Ella me había hablado, ella me había mirado a los ojos, ella me había mostrado sus apuntes y yo había visto su letra elegante y prolija y su prendedor con forma de luna.
Estaba ansioso por lo que podía pasar en la próxima clase. Me imaginaba sentado con ella, conversando sobre literatura o este o aquel parcial. Estaba tan intrigado por saber cómo iba a ser conocerla que no podía pegar un ojo. Solamente me quedé tranquilo cuando me prometí mostrarle este cuento algún día. Me prometí regalárselo cuando fuéramos novios y ella me quisiese tanto como la quiero yo.
La chica cruzó el aula flotando. Se sentó en un banco que había contra la pared. Colgó su mochila en el respaldo de la silla. Sacó sus útiles. Se peinó un rulito atrás de la oreja izquierda. Después abrió un libro. Yo la vigilaba encandilado. No la podía dejar de mirar. No quería perderme ni uno solo de sus movimientos. Ella tenía la mirada fija en la lectura. No se daba cuenta de mi fascinación.
Cuando terminó la clase, cuando la chica se fue apurada del aula, abrí el cuaderno y en la última hoja escribí: "Estoy inexplicablemente enamorado de una extraña".
Desde ese día, los lunes se convirtieron en mis jornadas predilectas. La chica solamente cursaba conmigo las clases de Teoría Literaria, así que el resto de la semana no la podía ver. Yo intentaba aprovechar al máximo esas dos horas y me pasaba todo el tiempo mirando a la chica.
Ella, por su parte, nunca me miraba. Durante las clases atendía a la profesora con atención y, cuando terminaba la hora, se iba, tan fugaz como había llegado.
Al principio su indiferencia me dolía. Pensaba que a la chica no le gustaba y que yo no era su hombre ideal. Tuvieron que pasar un par de semanas para que me diera cuenta de que el amor de mi vida tenía otras formas de comunicarse conmigo. No hacía falta que me mirara. Por gestos sutiles yo podía saber que ella era consciente de mi admiración. Cuando se enrulaba el pelo con los dedos, por ejemplo. O cuando miraba la ventana con una sonrisa casi invisible en los labios y se acariciaba una de las pulseritas de la muñeca. En esas sutilezas estaba su manera de decirme: "Sé que me mirás. Sé que te gusto".
Mirándola desde mi rincón del fondo, todos los lunes aprendía un detalle nuevo de su forma de ser. Cuando se sentía triste, sus pestañas parecían sauces. Cuando había tenido sueños alegres, tarareaba una canción.
Yo siempre le escribía. "Me gustan tus rulitos". "Me gustan tus aritos". "Me gustan tus manos". Le escribía todo el tiempo; en las clases de otras materias, en los trenes; en mis madrugadas eternas. No hacía falta que ella estuviera en el aula. Estaba convencido de que la mujer de mi vida, estuviese donde estuviese, me podía escuchar.
Hasta que a las pocas semanas pasó lo inevitable. La profesora anunció el receso de invierno. Los compañeros se alegraron por el descanso de casi un mes. Pero yo me deprimí.
"Me va a costar respirar, amor", le escribí, desorientado, el último lunes de clase. Ella apoyó los codos en su banco y en las manos descansó su mentón. La profesora discurría sobre un texto de Simone de Beauvior, una autora que al amor de mi vida le fascinaba. Pero esta vez no parecía estar atenta. No dejaba de mirar la pared. Como si el efluvio de mi nostalgia la hubiese tocado.
Cuando la clase terminó, cuando la chica se levantó y se fue apurada del aula, tuve una sensación parecida a la que había tenido el lunes en que la conocí. Desaparecieron las personas y los ruidos. Solamente era ella, haciendo en sentido inverso el mismo recorrido que había hecho aquella tarde. Yéndose, fugándose; saliendo de mi vida.
Durante el mes del receso, la costumbre de escribirle se intensificó. Se me volvió una necesidad a todo horario. Tuve que escuchar varias reprensiones de mi jefe, por desatender mis tareas. Mis viejos estaban preocupados. "¿Qué pasa que no comés? ¿Qué pasa que no hablás?". Mis amigos también decían que estaba raro. Tomaba más cerveza que nunca y en vez de reírme me quedaba mudo, mirando la pared.
Yo lo único que quería era estar solo. Aprendí a ver la soledad con otros ojos, durante ese tiempo. Cuando estaba solo podía pensar en ella tranquilo y escribirle sin tener que darle explicaciones a nadie. A veces mi nostalgia era tanta que no podía desahogarla en mis cuadernos. Entonces, mirando la luna, me imaginaba que la mujer de mis años estaba ahí, entre mis brazos, acostada conmigo. Le decía cosas al oído y era como si de verdad ella estuviese ahí, perfumando mi almohada.
La noche anterior al lunes en que volvían las clases no pude dormir. Fui a trabajar como un sonámbulo. Estuve toda la tarde amodorrado, soñándola despierto. A las seis entré al aula. La chica no estaba y la ansiedad me empezó a doler a medida que pasaban los minutos. Ella nunca llegaba tarde. Las piernas se me sacudían con un tic inconsciente, mientras miraba la puerta. La clase ya había empezado y yo seguía sin noticias de ella. "¿Por dónde andarás ahora, amor de mi vida?".
Habrían pasado unos quince minutos, cuando sentí el ruido del picaporte girando. Hubo un momento de vacilación temporal, de congelamiento parcial de todo, entre el instante en que la puerta se abría y la persona que la había abierto aparecía abajo del marco. Era ella. Era ella, sedante, sobrenatural, entrando sigilosamente al aula. Con su mochila de lana, con sus rulitos castaños, con sus ojos inmensos y siderales.
Mi chica cruzó el aula entre las hileras de bancos. Me quedé helado cuando me di cuenta de que la única silla vacía era la que estaba a mi lado. Ella se estaba acercando a mí. Dejé de respirar. La chica se terminó de acercar y yo corrí la mochila. "Gracias", me dijo. El amor de mi vida, de repente, estaba ahí. Sentada conmigo.
La miré de reojo, mientras abría su carpeta. Después de un mes de idealizarla, su hermosura se había vuelto tan concreta que casi no la podía ver. Era como si hubiera un aura a su alrededor que la volviese transparente. Era como ver un silencio hermoso y profundo.
La chica sacó una birome y empezó a tomar apuntes. Yo quise parecerle aplicado y también me puse a copiar. Pero la profesora dictaba muy rápido y en cierto punto se me quedó inconcluso un concepto. Levanté la mirada y mi chica seguía ahí. Hermosa. Lejana. A quince centímetros.
-¿Qué dijo? –le pregunté.
Ella corrió el brazo, para que yo pudiera leer su carpeta.
-Que la demarcación entre qué es literatura y qué no lo es depende de los juicios de valores propios de cada sociedad y de cada época –me dictó en voz baja.
"Tu voz es dulce, amor de mi vida".
-"De cada sociedad y de cada época"... Muchas gracias.
"Tu voz me enamora".
Ella tomó apuntes el resto de la clase y yo no quise volver a interrumpirla. Mientras simulaba prestarle atención a la profesora, miraba su brazo rozando el mío. Miraba sus útiles. Su carpeta, su letra. Sus pulseritas. Sus anillos. Sus manos. Todo hablaba de ella. Estaba ahí, al lado mío, y era un instante mago que había soñado mil y una noches.
Estuve el resto de la clase pensando en qué le iba a decir cuando la hora terminara. Al fin la hora terminó. Cuando la profesora salió del aula, miré a la chica.
-¿Te gusta esta clase?
Ella sonrió.
-Sí, es interesante. Me gusta cómo explica la profesora. ¿A vos?
-A mí también. Es la clase que más me gusta.
Empezó a guardar los útiles. Entonces miré su mochila y descubrí un prendedor con forma de luna que antes no había visto. Ella se despidió.
-Bueno, nos vemos la semana que viene.
-Dale.
La vigilé mientras se iba. Su aroma quedó flotando en el aire. Su voz todavía me acariciaba los oídos. Como una música.
Unas horas más tarde, cuando estaba acostado en mi cama, no me podía dormir. La charla que había tenido con el amor de mi vida me desbordaba en cada uno de mis poros. Ella me había hablado, ella me había mirado a los ojos, ella me había mostrado sus apuntes y yo había visto su letra elegante y prolija y su prendedor con forma de luna.
Estaba ansioso por lo que podía pasar en la próxima clase. Me imaginaba sentado con ella, conversando sobre literatura o este o aquel parcial. Estaba tan intrigado por saber cómo iba a ser conocerla que no podía pegar un ojo. Solamente me quedé tranquilo cuando me prometí mostrarle este cuento algún día. Me prometí regalárselo cuando fuéramos novios y ella me quisiese tanto como la quiero yo.
LA HIJA DE MARYLÍN por Lola Bertrand
Soy hija de mil sitios y situaciones: cuando nací mis padres semiraron preocupados y dijeron, bajito, con temor:-Esta niña, ¿de dónde ha salido?, es rara, ¿a quién se parece…?Pienso que eso me marcó, ya que siempre pensé que era hija delpétalo de una flor, de la savia de un árbol, de la luz de unaestrella: hija de todos y de nadie; del esperma de una ola, de lashuevas olvidadas de un pez: mitad sirena y mitad mujer.Pero el tiempo pasa y también pasó por encima de mí.Vino el cine, la tele, las revista en colores y… entonces, a mistrece años deseé por encima de todas las cosas ser la hija deMarylín Monroe.Mis noches se poblaban de sueños en los que mi cuerpo de infantedormitaba sobre su vientre liso e inmaculado; mi hambre se apagaba ensus pechos de hembra nacida para querer, yo sentía, por debajo de supiel manoseada por mil ojos, una ternura inmensa y una calidez humanafuera de toda duda.El mohín de sus labios era como un beso a su hija no nacida, yo, laheredera de su estirpe.A los quince años, sin permiso y a escondidas, me corté el pelo y melo teñí de rubio: casi me matan los que decían ser mis verdaderospadres: casi me descalabran a bofetadas.-Pero bueno, es que quieres parecer una puta de Hollywood, eresigualita a la Marylín esa de los demonios.
Me encantó esa afirmación, no me dolieron las bofetadas, me di cuentaqué los que decían ser mis padres se habían puesto furiosos por quehabía descubierto la verdad: YO ERA LA HIJA SECRETA DE Marylín Monroe.Tuve, eso sí, que volver a mi pelo rojo de siempre ( herenciairlandesa sin duda), y dos años después, mis aparentes padres,desesperados , me casaron, y tuve que renunciar a mis sueñosescénicos : han pasado más de cuarenta años, pero no me privo, encada onomástica , de cantar el cumpleaños feliz , aunque no sea el deKennedy , mi padre, creo…
Me encantó esa afirmación, no me dolieron las bofetadas, me di cuentaqué los que decían ser mis padres se habían puesto furiosos por quehabía descubierto la verdad: YO ERA LA HIJA SECRETA DE Marylín Monroe.Tuve, eso sí, que volver a mi pelo rojo de siempre ( herenciairlandesa sin duda), y dos años después, mis aparentes padres,desesperados , me casaron, y tuve que renunciar a mis sueñosescénicos : han pasado más de cuarenta años, pero no me privo, encada onomástica , de cantar el cumpleaños feliz , aunque no sea el deKennedy , mi padre, creo…
LA MISERIA POSEE LUZ PROPIA por MªÁngeles Cantalapiedra
El humo de las fábricas se llenó de color y alegría; después, una pelota se hunde en el lodo.Jaramillo mira con los ojos llenos de legañas aquella esfera roja que desaparece sin remedio y piensa “¡Qué bonita era!
”Medellín, Colombia 21 PM.
-¿Qué pasa, Enano?-Nada. ¿Has traído algo?
-¿Lloras, acaso, de hambre? Los hombres son fuertes y dominan el rugido de las tripas.
-No es eso. Jennifer lleva tosiendo todo el día; está azul.- el niño aprieta contra su cuerpo un bulto, mientras unos débiles mocos caen como reguero de pólvora.
Giovanni extiende los brazos para que Jaramillo le entregue el fardo; éste hace amago de moverse, pero a continuación se queda quieto.Sus labios agrietados besan aquello que está envuelto en bolsas de basura para que así tenga más calor.
Al roce, el envoltorio se mueve y, entre los plásticos, emerge una diminuta mano… Es Jennifer.
Giovanni Arteaga es a sus diecinueve años un superviviente de las calles colombianas, un héroe, según se mire. A ellas llegó hace diez años, escapando de La Cruz.
A los siete años fue vendido por su tía; sus papás habían sido acribillados a balazos por la guerrilla. A los nueve, escapó de los malos tratos y, junto a otros campesinos que huían de los combates entre la guerrilla- los paramilitares y el ejercito-, marchó a la ciudad a engrosar un número más en la miseria y el olvido.
Al muchacho todos le miran con respeto y algunos, incluso, con temor. Su mirada descarnada, cuerpo famélico, dedos roñosos y un rayón en la frente que deja al descubierto el cráneo, son sus señas de identidad; quizá, ésta última es la que más atemorice a los chavales de la calle. Le dieron un machetazo cuando buscaba entre la basura algo que comer.
Desde aquellos días pasados, comprobó con desolación que la fortuna y los Ángeles del cielo que tantas veces su mamá imploró, también a él le habían abandonado, pero no quería morir. Al principió se unió a los más fuertes; esnifó pegamento para olvidar y vio como otros sufrían abusos de todo tipo. Entonces, huyó también de allí a sobrevivir en soledad.
Se refugió en las ruinas de una fábrica donde montó su campamento; la suerte le sonrió por primera vez cuando, en el contenedor de un restaurante, encontró una especie de hacha pequeña, tan afilada como una hoja. Adhirió a su cuerpo el arma y a todo aquel que buscaba guerra o confrontación, sacaba aquel cuchillo; sólo con verlo salían como alma que lleva el diablo.Buscaba chatarra para vender y era un experto en la utilidad; siempre veía en el objeto desechado algo que hacer con él.
A su manera encontró una paz, una reconciliación entre la tierra y el cielo.
-Me voy a llevar al hospital a Jennifer o se nos morirá.
-Giovanni, nos la quitaran.- la voz de Jaramillo estremece de dolor con tal pensamiento.
-No digas bobadas. La cura el doctorcito y me llevo de nuevo a nuestra muñeca.
-Aquello está lleno de policías, no te dejaran entrar.
- Jaramillo aprende de una vez que para sobrevivir no te han de oler el miedo, ni tener ante tus ojos barreras, pues éstas te cortarán el camino- el niño sigue con suma atención las palabras del que hace dos años se convirtió en su papacito. No le llama así pues Giovanni se enfada; dice que son hijos arrancados de las entrañas de la tierra a pedradas. No tienen origen ni condición; por tanto, han de luchar y buscarse una entidad sólo con sus manos y la fe que ellos creen… nada más.
-¿Te conoces bien el edificio?- la pregunta es dicha casi en un susurro.
-Sí, tranquilo, como la palma de mi mano. Recuerda las veces que he trepado los muros como un ratón para robar medicinas y vitaminas para ti. ¿Te acuerdas, Enano?- le pasa su mano por la cabeza llena de piojos. Al niño este gesto le reconforta.
-Voy contigo.
-No, te quedas aquí con Pluto; volveré rápido.- El perrillo reconoce su nombre al instante y se abalanza encima del niño. Sabe cual es su misión; cuidar de él mientras su amo no esté.
Mientras pedalea las ruedas de la bicicleta destartalada, Giovanni observa las luces lejanas de la ciudad como van quedando atrás y, allí también, su corazoncito. Vuelve tranquilo; las enfermeras dicen que sufre de vitaminosis y que en una semana estará bien. Nada han preguntado, simplemente dio sus papeles, falsos como Judas, pero muy bien hechos.
Cuando se ha ido, de paso ha robado unas cuantas cosillas; se siente seguro teniendo el botiquín abastecido.Se va acercando ya a casa y este pensamiento le hace sonreír. Ahora tiene una familia por la que luchar y una esperanza; hasta tiene perro como los ricos.
Recuerda a Jaramillo llorando en una esquina; había sido abandonado como él. Al menos eso se imagina. El niño nunca contó nada ni él preguntó, ¿para qué remover más la mierda?Él hubiera querido que alguien le hubiera recogido y no fue así. Ahora actúa como el sueño callado que durante años fraguó en su mente.
¿Y Jennifer? Su cuerpecillo permanecía encallado en un nudo de basura y gracias a un gato que hincó el diente en un muslo de la niña, se percató que el grito era humano y no de origen animal.
Giovanni no sabía nada de ternura, sí del llanto y la desolación, pero cuando vio a semejante criatura, un hueco en el espeso humo de su vida se abrió y por él se coló un rayo de luz.
Hospital Central, Medellín 4,30 AM.
Tres días después.Los pasillos están desiertos y las puertas cerradas. Giovanni se arrastra cuan serpiente sigilosa en busca de su presa y encuentra el botín, pero una enfermera hace guardia dormitando en una silla.Un trapo con formol será suficiente para que el sueño del guardián sea profundo; después, busca a Jennifer. Cada cuna tiene un letrero pero él no sabe leer y busca ansioso la carita angelical. Jennifer abre los ojos y se ilumina en una enorme sonrisa… le ha conocido.
Arranca hasta con el colchón, la niña necesita de cuidados y descansar cómoda; sale precipitado por las escaleras de incendios y su corazón galopa a cien por hora.Ya lejos de allí, para y respira hondo. La oscuridad no le deja ver el rostro deseado, pero lo toca y esta calentito. Reemprende la huída.
-¡Jaramillo, despierta! Hemos de irnos o nos encontrarán.- el niño se restriega los ojos, tiene mucho sueño.
-Voy- sale al aire de la noche y siente frío- ¿Dónde vamos?
- A los cafetales. Nos esconderemos allí y después… no sé, ya buscaré una salida. ¡Venga! Monta en el carro, te taparé.Empieza a amanecer y un sol se prende en el horizonte.
En la lejanía, por tierras sin carretera, alguien tira de un carro. No se le ve la cara pues está tapada por una gorra de béisbol descolorida. Va silbando con el viento de cara y un perro sin raza y de siete madres, va saltando a su lado.En Colombia, según los últimos datos, hay dieciséis millones de menores.
Uno de cada tres, vive en la miseria y… sin esperanza de vida; no traspasan el umbral de los veinte años.
”Medellín, Colombia 21 PM.
-¿Qué pasa, Enano?-Nada. ¿Has traído algo?
-¿Lloras, acaso, de hambre? Los hombres son fuertes y dominan el rugido de las tripas.
-No es eso. Jennifer lleva tosiendo todo el día; está azul.- el niño aprieta contra su cuerpo un bulto, mientras unos débiles mocos caen como reguero de pólvora.
Giovanni extiende los brazos para que Jaramillo le entregue el fardo; éste hace amago de moverse, pero a continuación se queda quieto.Sus labios agrietados besan aquello que está envuelto en bolsas de basura para que así tenga más calor.
Al roce, el envoltorio se mueve y, entre los plásticos, emerge una diminuta mano… Es Jennifer.
Giovanni Arteaga es a sus diecinueve años un superviviente de las calles colombianas, un héroe, según se mire. A ellas llegó hace diez años, escapando de La Cruz.
A los siete años fue vendido por su tía; sus papás habían sido acribillados a balazos por la guerrilla. A los nueve, escapó de los malos tratos y, junto a otros campesinos que huían de los combates entre la guerrilla- los paramilitares y el ejercito-, marchó a la ciudad a engrosar un número más en la miseria y el olvido.
Al muchacho todos le miran con respeto y algunos, incluso, con temor. Su mirada descarnada, cuerpo famélico, dedos roñosos y un rayón en la frente que deja al descubierto el cráneo, son sus señas de identidad; quizá, ésta última es la que más atemorice a los chavales de la calle. Le dieron un machetazo cuando buscaba entre la basura algo que comer.
Desde aquellos días pasados, comprobó con desolación que la fortuna y los Ángeles del cielo que tantas veces su mamá imploró, también a él le habían abandonado, pero no quería morir. Al principió se unió a los más fuertes; esnifó pegamento para olvidar y vio como otros sufrían abusos de todo tipo. Entonces, huyó también de allí a sobrevivir en soledad.
Se refugió en las ruinas de una fábrica donde montó su campamento; la suerte le sonrió por primera vez cuando, en el contenedor de un restaurante, encontró una especie de hacha pequeña, tan afilada como una hoja. Adhirió a su cuerpo el arma y a todo aquel que buscaba guerra o confrontación, sacaba aquel cuchillo; sólo con verlo salían como alma que lleva el diablo.Buscaba chatarra para vender y era un experto en la utilidad; siempre veía en el objeto desechado algo que hacer con él.
A su manera encontró una paz, una reconciliación entre la tierra y el cielo.
-Me voy a llevar al hospital a Jennifer o se nos morirá.
-Giovanni, nos la quitaran.- la voz de Jaramillo estremece de dolor con tal pensamiento.
-No digas bobadas. La cura el doctorcito y me llevo de nuevo a nuestra muñeca.
-Aquello está lleno de policías, no te dejaran entrar.
- Jaramillo aprende de una vez que para sobrevivir no te han de oler el miedo, ni tener ante tus ojos barreras, pues éstas te cortarán el camino- el niño sigue con suma atención las palabras del que hace dos años se convirtió en su papacito. No le llama así pues Giovanni se enfada; dice que son hijos arrancados de las entrañas de la tierra a pedradas. No tienen origen ni condición; por tanto, han de luchar y buscarse una entidad sólo con sus manos y la fe que ellos creen… nada más.
-¿Te conoces bien el edificio?- la pregunta es dicha casi en un susurro.
-Sí, tranquilo, como la palma de mi mano. Recuerda las veces que he trepado los muros como un ratón para robar medicinas y vitaminas para ti. ¿Te acuerdas, Enano?- le pasa su mano por la cabeza llena de piojos. Al niño este gesto le reconforta.
-Voy contigo.
-No, te quedas aquí con Pluto; volveré rápido.- El perrillo reconoce su nombre al instante y se abalanza encima del niño. Sabe cual es su misión; cuidar de él mientras su amo no esté.
Mientras pedalea las ruedas de la bicicleta destartalada, Giovanni observa las luces lejanas de la ciudad como van quedando atrás y, allí también, su corazoncito. Vuelve tranquilo; las enfermeras dicen que sufre de vitaminosis y que en una semana estará bien. Nada han preguntado, simplemente dio sus papeles, falsos como Judas, pero muy bien hechos.
Cuando se ha ido, de paso ha robado unas cuantas cosillas; se siente seguro teniendo el botiquín abastecido.Se va acercando ya a casa y este pensamiento le hace sonreír. Ahora tiene una familia por la que luchar y una esperanza; hasta tiene perro como los ricos.
Recuerda a Jaramillo llorando en una esquina; había sido abandonado como él. Al menos eso se imagina. El niño nunca contó nada ni él preguntó, ¿para qué remover más la mierda?Él hubiera querido que alguien le hubiera recogido y no fue así. Ahora actúa como el sueño callado que durante años fraguó en su mente.
¿Y Jennifer? Su cuerpecillo permanecía encallado en un nudo de basura y gracias a un gato que hincó el diente en un muslo de la niña, se percató que el grito era humano y no de origen animal.
Giovanni no sabía nada de ternura, sí del llanto y la desolación, pero cuando vio a semejante criatura, un hueco en el espeso humo de su vida se abrió y por él se coló un rayo de luz.
Hospital Central, Medellín 4,30 AM.
Tres días después.Los pasillos están desiertos y las puertas cerradas. Giovanni se arrastra cuan serpiente sigilosa en busca de su presa y encuentra el botín, pero una enfermera hace guardia dormitando en una silla.Un trapo con formol será suficiente para que el sueño del guardián sea profundo; después, busca a Jennifer. Cada cuna tiene un letrero pero él no sabe leer y busca ansioso la carita angelical. Jennifer abre los ojos y se ilumina en una enorme sonrisa… le ha conocido.
Arranca hasta con el colchón, la niña necesita de cuidados y descansar cómoda; sale precipitado por las escaleras de incendios y su corazón galopa a cien por hora.Ya lejos de allí, para y respira hondo. La oscuridad no le deja ver el rostro deseado, pero lo toca y esta calentito. Reemprende la huída.
-¡Jaramillo, despierta! Hemos de irnos o nos encontrarán.- el niño se restriega los ojos, tiene mucho sueño.
-Voy- sale al aire de la noche y siente frío- ¿Dónde vamos?
- A los cafetales. Nos esconderemos allí y después… no sé, ya buscaré una salida. ¡Venga! Monta en el carro, te taparé.Empieza a amanecer y un sol se prende en el horizonte.
En la lejanía, por tierras sin carretera, alguien tira de un carro. No se le ve la cara pues está tapada por una gorra de béisbol descolorida. Va silbando con el viento de cara y un perro sin raza y de siete madres, va saltando a su lado.En Colombia, según los últimos datos, hay dieciséis millones de menores.
Uno de cada tres, vive en la miseria y… sin esperanza de vida; no traspasan el umbral de los veinte años.
domingo, 23 de marzo de 2008
LUNA LLENA por Rosa Arroyo
Sintió la luz blanca penetrando por la ventana y no pudo resistir la tentación de asomarse para contemplar una luna redonda, preñada de luz, inmensa. Era la misma luna que había observado durante años y a la que había aprendido a imaginar sonriendo cuando le visitaba la tristeza.
No supo porqué, precisamente esa noche de verano y en aquel instante, vinieron con tanta claridad los pocos recuerdos ya lejanos que guardaba con sigilo en su memoria...
Percibió en su pecho, como entonces, el miedo que sintió la primera vez que fue a la escuela: su hermano le sujetaba fuertemente la mano y ella se escondía tras él observando, desde sus ojos infantiles, enormes mariposas flotando en el aire, paredes de madera con dibujos a los que le costaba adivinar su sentido y niños y niñas que la miraban con curiosidad y que tanto la cohibían. Pero él estaba allí, a su lado, transmitiendo la seguridad y el aliento que ya no la abandonarían el resto del curso ya comenzado.
Del verano de aquel año, evocó el primer chicle de fresa que le escoció en la boca, y la risa de su hermano, grande y cariñosa, mezclándose con aquellos ojos oscuros que se achinaban constantemente con la alegría. Y su mano, siempre su mano, apretando la de ella, peinando el pelo revoltoso, acariciando su cara...
La última vez que le vio estaba postrado en la cama. Tenía sobre su frente un paño blanco empapado de agua y su rostro era un lamento enmarcando un rictus de ruego: los ojos vidriosos supuraban llanto seco, su boca emitía pequeños quejidos de niño dócil, y su frente inteligente había perdido la fuerza de hermano mayor que siempre ofrecía seguridad.
Le tuvo agarrada la mano hasta que la arrastraron fuera de la habitación después de suplicar llorosa que le dejaran darle un beso, sintiendo en sus labios la piel fina, enfebrecida, ardiente, que no la abandonaría en muchos años.
Aquel mismo día la llevaron lejos de casa. En el camino, prometieron que su hermano se curaría, que necesitaba ir al hospital, que pronto volvería a jugar con él...
SIN retirar la vista de aquella cara redonda que la inundaba de brillos, las remembranzas de aquel tiempo se le agolparon a la mujer en las sienes con la fuerza de un mar tempestuoso sin evitar frenarlas como tantas otras veces.
EL regreso a casa tras dos días fue de noche. Nada más entrar por la puerta corrió a la habitación de sus padres en busca de su hermano, pero no lo encontró. Fue estancia por estancia mientras le llamaba en voz alta, pero no respondió nadie. Sólo silencio.
Su madre estaba sentada en una silla frente a la ventana que daba a un pequeño campo, entonces deshabitado, que pertenecía al Ejército de la Marina y que les regalaba, en veranos como ese, olores a espliego y canciones de grillos.
Se subió a horcajadas en su regazo y, mientras le pasaba distraída su dedo por la mejilla para jugar con una lágrima, le preguntó:
-Mamá, ¿dónde está el hermano?
Su madre, reteniendo un sollozo, respondió:
- En el cielo.
Y al mirar por la ventana lo único que vio en aquel cielo oscuro fue una inmensa luna llena.
LA mujer, todavía se encontraba abstraída por la luz que se colaba por su ventana cuando una nube espesa cubrió el nácar que la tenía hipnotizada y sonriendo levemente, con lágrimas cuajadas en los ojos, contempló como unos rayos finos, simulando largos brazos, luchaban desesperadamente por atravesar el denso gris para alcanzar su cara, su pelo, sus manos...
No supo porqué, precisamente esa noche de verano y en aquel instante, vinieron con tanta claridad los pocos recuerdos ya lejanos que guardaba con sigilo en su memoria...
Percibió en su pecho, como entonces, el miedo que sintió la primera vez que fue a la escuela: su hermano le sujetaba fuertemente la mano y ella se escondía tras él observando, desde sus ojos infantiles, enormes mariposas flotando en el aire, paredes de madera con dibujos a los que le costaba adivinar su sentido y niños y niñas que la miraban con curiosidad y que tanto la cohibían. Pero él estaba allí, a su lado, transmitiendo la seguridad y el aliento que ya no la abandonarían el resto del curso ya comenzado.
Del verano de aquel año, evocó el primer chicle de fresa que le escoció en la boca, y la risa de su hermano, grande y cariñosa, mezclándose con aquellos ojos oscuros que se achinaban constantemente con la alegría. Y su mano, siempre su mano, apretando la de ella, peinando el pelo revoltoso, acariciando su cara...
La última vez que le vio estaba postrado en la cama. Tenía sobre su frente un paño blanco empapado de agua y su rostro era un lamento enmarcando un rictus de ruego: los ojos vidriosos supuraban llanto seco, su boca emitía pequeños quejidos de niño dócil, y su frente inteligente había perdido la fuerza de hermano mayor que siempre ofrecía seguridad.
Le tuvo agarrada la mano hasta que la arrastraron fuera de la habitación después de suplicar llorosa que le dejaran darle un beso, sintiendo en sus labios la piel fina, enfebrecida, ardiente, que no la abandonaría en muchos años.
Aquel mismo día la llevaron lejos de casa. En el camino, prometieron que su hermano se curaría, que necesitaba ir al hospital, que pronto volvería a jugar con él...
SIN retirar la vista de aquella cara redonda que la inundaba de brillos, las remembranzas de aquel tiempo se le agolparon a la mujer en las sienes con la fuerza de un mar tempestuoso sin evitar frenarlas como tantas otras veces.
EL regreso a casa tras dos días fue de noche. Nada más entrar por la puerta corrió a la habitación de sus padres en busca de su hermano, pero no lo encontró. Fue estancia por estancia mientras le llamaba en voz alta, pero no respondió nadie. Sólo silencio.
Su madre estaba sentada en una silla frente a la ventana que daba a un pequeño campo, entonces deshabitado, que pertenecía al Ejército de la Marina y que les regalaba, en veranos como ese, olores a espliego y canciones de grillos.
Se subió a horcajadas en su regazo y, mientras le pasaba distraída su dedo por la mejilla para jugar con una lágrima, le preguntó:
-Mamá, ¿dónde está el hermano?
Su madre, reteniendo un sollozo, respondió:
- En el cielo.
Y al mirar por la ventana lo único que vio en aquel cielo oscuro fue una inmensa luna llena.
LA mujer, todavía se encontraba abstraída por la luz que se colaba por su ventana cuando una nube espesa cubrió el nácar que la tenía hipnotizada y sonriendo levemente, con lágrimas cuajadas en los ojos, contempló como unos rayos finos, simulando largos brazos, luchaban desesperadamente por atravesar el denso gris para alcanzar su cara, su pelo, sus manos...
AMOR EXTRAÑO por Luis Alcocer
La verdad es que no sé muy bien cómo contar esta historia. Esdifícil de creer y, por tanto, he dudado mucho antes de comenzar arelatarla, pero allá va...:Eduardo era un hombre tímido, excesivamente tímido y retraído...,introvertido, como dicen ahora. Estaba chapado a la antigua: vestíasiempre de oscuro, con chaqueta y corbata, era creyente de misadominical, educado, formal y... soltero.Yo creo, aunque él jamás me habló de ese tema, que nunca habíatenido novia; de hecho, cuando hacíamos en la oficina loscomentarios habituales sobre las mujeres, ya sabéis: "Susana cadadía tiene las tetas más gordas", "El culo de Ana está como paracomérselo a bocados", etc. -lo normal entre hombres, vamos-, él secallaba o, incluso, se apartaba discretamente. Hay quien llegó apensar que era maricón, pero yo que le conocía mejor que nadie,sabía que no lo era, le veía mirar de reojo, muy discretamente, alas chicas y sonrojarse si ellas le dirigían la palabra. Además, élme decía, cuando hablábamos del tema, que su mujer ideal aún nohabía aparecido..., que esperaba a alguien de una delicadeza similara la suya, romántica, soñadora... Con nadie más que conmigo teníaesas confidencias.Hasta aquí todo es más o menos normal, lo extraño comenzó el día enque me dijo:-Alfredo, no creas que me he vuelto loco, pero debo contarte unacosa...-Claro, dime –le respondí.-Me tienes que prometer un silencio absoluto sobre lo que te voy adecir.-Naturalmente, ya me conoces.Dudó un instante:-La máquina de café se ha enamorado de mí.Esbocé una sonrisa, Eduardo nunca gastaba bromas y me habíasorprendido.-No te rías –me dijo-, hablo completamente en serio.-¿Pero cómo no me voy a reír? ¿De dónde has sacado esa idea?Volvió a dudar, parecía estar arrepentido de habérmelo contado.-Me envía mensajes en cada vaso de plástico que suelta cuando metomo un café. Mensajes de amor, cada vez más íntimos y cariñosos.Sabe mi nombre, como voy vestido cada día, hasta mi estado de ánimoa veces...Medité antes de contestarle ya que mi respuesta no podía ser otra:-Mira, Eduardo, los cabrones estos de la oficina te están gastandouna broma, ya sabes como son, y tú te la estás tomando en serio.-No son ellos, es la máquina. Pensé como tú al principio, no soybobo, y probé a sacar café a primera hora, antes de que llegaran, oa quedarme hasta casi de noche, solo, para tomar el café. La máquiname conoce, Alfredo, y me escribe... y me quiere.-De acuerdo, vamos a comprobarlo –le contesté, no se me ocurrió otracosa- sacamos un café juntos y lo veo.Allí, al final del pasillo, nos esperaba la máquina. Yo sabía que noiba a pasar nada especial y que, después, Eduardo me daría algunaexplicación para justificar su pequeña locura.Él se acercó primero, con una moneda en la mano y le dijo:-Éste es mi mejor amigo, puedes decirme lo que quieras, sabe todo lonuestro.Echó la moneda y, tras unos segundos, cayó sobre el soporte el vasocon el café. Eduardo lo leyó primero y, luego, me lo enseño. Casi nocreí lo que estaba impreso en azul sobre el blanco del vaso: "Cuidamucho de él, Alfredo, es muy bueno y le quiero mucho".Me cabreé, la broma me la estaba gastando él a mí:-¡Muy gracioso, Eduardo!..., has preparado la máquina, no sé como,para hacerme pasar por tonto.-No es una broma. No haría eso nunca.-¿Ah, sí?..., espera...Saqué una moneda del bolsillo y la introduje en la ranura. Cayó unnuevo vaso, también estaba escrito: "¿Por qué no le crees?..., ¿y túdices que eres su mejor amigo?".Eduardo acarició suavemente el panel frío de la máquina:-No te enfades –le dijo-, Alfredo es buena persona y muy buen amigo.Cayó otro vaso, esta vez vacío: "Te haré caso, mi amor... No meenfado, perdona".¿Para qué seguir?... La increíble historia era cierta, no cabíaduda. Intenté explicarle a Eduardo que, en cualquier caso, era unarelación sin pies ni cabeza, que no tenía sentido. Él me contestabaque era el amor perfecto, que nunca le habían querido así, sin pedirnada a cambio, sólo por como él era.La verdad es que, aparte lo absurdo de la situación, Eduardo teníarazón, yo hubiera dado cualquier cosa por encontrar una mujerasí..., repito, una mujer no una máquina. Además él era feliz,llegaba encantado al trabajo, sus ojos brillaban y sus corbatas erancada vez más bonitas.Y todo transcurrió felizmente hasta el día en que llegó la maquinadestructora de papel.Me lo dijeron al llegar a la oficina:-Han traído una máquina "come papeles" de esas modernas. Es capazde tragarse más de quinientos folios de golpe.-¿Dónde la han puesto?-Pegada a la de café.A los dos días, Eduardo me dijo:-Estoy preocupado, Alfredo, mi amor me ha dicho que el destructor depapel, ese nuevo, se ha enamorado de ella y está celoso de nuestrarelación.Tuve serias dudas antes de contestar, la situación era surrealista yyo empezaba a cansarme:-Mira, Eduardo, bastante locura supone tu relación para que ahora lacompliques con otro nuevo absurdo... Olvida el tema.Fue la última vez que hablamos, siempre he lamentado no haberlehecho más caso.Llegué tarde al día siguiente, había una ambulancia en la puerta yun coche de policía. Entré alarmado.-¿Qué ha pasado?-No te lo vas a creer, la máquina destroza papeles esa nueva haenganchado a Eduardo por la corbata y se lo ha tragado entero.Me acerqué al final del pasillo; había un charco de sangre inmenso yun amasijo de carne, huesos y ropa en el depósito del destructor depapel.Sin dar crédito a lo que veía, mareado y temblando, me aproximé asacar un café.-No eches monedas, Alfredo –me dijeron- la máquina de café se hafundido, rota del todo... Nos han dicho que traerán una nueva.
LA CASA DEL POETA por Carmen Amaralis
Mala mía cuando decidí llevar a mi duende a visitar la casa delPoeta en Isla Negra. Un científico, más específicamente, undentista, no tiene por qué darle por imitar las excentricidades deun artista. Han pasado dos años y aún me parece verle recorriendo,con sus ojos bien abiertos, cada caracol, cada mascaron semidesnudo,y hasta el cuerno de aquel que un día fue el único colmillo de unpez en el alto mar de sus sueños. Ahí se detuvo tiempo suficientepara arrugar su frente en análisis profundo, y se le despertó laidea de convertirse en un ermitaño rodeado de cuernos.Cuando llegamos a la entrada del comedor casi tengo que sujetarlopara evitarme una vergüenza. Definitivamente en ese momento seevaporó mi esperanza de comprarme muebles de roble. Allí seencontraba su sueño hecho realidad. El duende midió la mesa en mediodel salón con el diámetro de sus brazos extendidos, parecía uncristo en delicias. Y digo mesa porque no sé cómo debe llamársele ala rueda de una carreta de bueyes con un cristal sobre ella ysostenida por un trípode.Cuando ya estábamos al final de la visita guiada, yo experimentabauna angustia indescriptible. Sentía la necesidad de pedirledisculpas al empleado que nos acompañó en el recorrido por la casa.No sé cómo el pobre hombre soportó tantas preguntas y toqueteos.Pero lo peor ocurrió cuando ya estábamos a punto de salir al patiofrente al mar y pasamos por el vestíbulo del caballo. Sí, así llamoyo al cuarto donde se encuentra el caballo de Pablo disecado y con lacola quemada por un fuego. Ahí sí que se le iluminó la mirada alduende comoa un loco. Acarició las ancas del caballo, y llegué a pensar que elresto de mi vida tendría que contemplar un ejemplar del hipódromosimulando una carrera embalsamada para toda la eternidad.Y el patio, ¡Dios mío, el patio!, allí respiré de alivio, dejandoque los vientos del Pacífico me acariciaran el rostro y refrescaranel infierno de mi centro. Entré en un trance de agradecimiento a lavida, respiré profundo el perfume del mar, dando gracias porque alfin salimos al cielo abierto, y cuando ya casi llego al éxtasis mássublime, un tremendo campanazo me destrozó los tímpanos. Alvoltearme a mirar de donde procedía tal estruendo, encontré alduende a punto de romper la campana gigante del poeta con su próximocampanazo.Corrí despavorida, no sé si alejándome del paraíso o dejando atrásla catedral del infierno. Sentía una mezcla de angustias eindescifrables desvelos por venir.Sí, dije desvelos por venir, y vinieron. Solo han pasado dos años deesa mágica y mística visita a Isla Negra, y les cuento que yatenemos la finca llena de campanas gigantes por todos lados:amarradas a las cúpulas de los árboles de mangos, en el sótano delestablo, en un trípode frente al charco más hondo del río que noscruza, y no sé en cuantos recovecos más. Tengo también una rueda decarreta con un cristal sobre la mesa de mármol, esperando por quelas patas lleguen de la ebanistería. Y como si fuera poco, debosoportar la mirada hueca de la cabeza de una vaca disecada y elcráneo de un chivo con sus dos inmensos cuernos a la entrada delgaraje. Su próximo proyecto es cavar nuestras dos tumbas, una allado de la otra, mirando al monte más verde. En la finca no tenemosde frente el Pacífico.De noche el duende me acaricia con ternura y con un rostro feliz medice:- "Mi vida, estoy creando un mundo de poesía solo para nosotros dos"-y mislágrimas lo confunden. Jamás me lo perdonaré, soy culpable de mispropias torturas.Solamente a una loca se le ocurre llevar a un duende a visitar lacasa de un poeta.
EL LARGO VIAJE DE MATISTA por MªÁngeles Cantalapiedra
Matista era una mujer gorda o, al menos, era lo primero que veían de ella los demás. Pero estaba acostumbrada a esas miradas de asco, tanto, que las encontraba normales. Se creó un mundo de carne con pelos lacios y vetas blancas, uñas amarillas por la nicotina y sucia toda su persona. La boca era igualmente carnosa y sus dientes iban marcando ausencias y pronunciando orificios.
Su físico, en verdad, repelía a bucear en ese ser llamado Matista, nombre que surgió por una noche en que su madre se lió con un joyero; de aquel roce, nació una niña por casualidad, ya que la madre estuvo meses barajando la posibilidad del aborto. Al final, se hizo tarde y dejó correr al ser que medraba dentro de ella sin hacer ruido ni molestar.
Matista creció en un suburbio tan descascarillado como la ausencia de niñez. Una muñeca y un perrillo fueron los únicos pasajeros que le acompañaron en esos años. Cuando Rufo fue atropellado intencionadamente por el vecino carbonero que guardaba rencor a la madre de Matista por haber sido rechazado a pesar de que la daba un buen botín por acostarse con él, el corazón de Matista murió.
Apenas fue a la escuela, la aburría. Era torpe y nadie le hacía caso. Además, le molestaba que los chicos le corearan "Mati, la hija de la puta". Ella no entendía aquellas palabras, pero por dentro comprendía que aquello que le decían no era bueno. Tampoco su madre paraba mucho en casa para haberle preguntado el significado de puta. Siempre estaba ocupada en el negocio de los placeres carnales. Si tenía clientela, Matista se pasaba el día sentada en las escaleras con la muñeca y Rufo. Cuando éste murió, encontró refugio en pelar patatas. Comenzó como un juego para tapar carencias y terminó siendo un negocio para su madre. Su habilidad corrió como la pólvora y rápidamente su madre se percató de que tenía una fuente más de ingresos.
Al estar sentada todo el día, comenzaron a reblandecerse sus carnes, a crecer y rodear su ánimo hasta llegar a lo que se había convertido.
No hablaba con nadie, incluso una vez que murmuró más de tres palabras seguidas se asustó de la voz que salía de su garganta. Ella gritaba para sí en silencio, concentrada en sus patatas y, cuando hacía un alto, dedicaba su vista a observar, principalmente a las ratas que iban y venían por las escaleras. A los gatos, a los cuales envidiaba y que, gracias a ellos, descubrió su subsistencia…
Un día, un felino de pelo algodonoso se plantó ante sus narices sentándose junto a ella. Matista apenas se atrevía a respirar para no asustarle, pensaba que aquel animal era mucho más bonito que los roedores que siempre le acompañaban. Al rato, el gato se cansó y decidió subir las escaleras; Matista le siguió llegando hasta la azotea. Allí nunca había subido y, casi, cayó al suelo al contemplar el panorama que se extendía ante sus ojos. A partir de aquel momento, decidió trasladarse a ese lugar. Daba igual que fuera verano o invierno, que lloviera, hiciera frío o nevara. Había hallado un horizonte tibio sobre el que volar, un mar en calma por encima de la podredumbre.
Aprendió a respirar el oxigeno de la libertad mirando a los tejados, al vuelo de los pájaros, al cielo rosa, añil, fresa y carbón. Se lavaba con la lluvia y le fascinaba las gotas de agua sobre sus patatas. Allí arriba se cultivó en el color del otoño, se ilustró en sonrisas y comprendió la soledad que había vivido. Su rostro osco mutó al azúcar. Ya no le importó ser rechazada, ni estar sola.
Contando Matista veintitrés años, su madre murió. Fue la primera y la última vez que pisó un hospital, no sabía ni que existieran, como desconocía que hubiera médicos que sanasen al cuerpo, a ella nunca la vio ninguno… Y Matista conoció el amor. No sabía que aquello que sentía, que hacía acelerar su corazón fuera lo más hermoso que ella había experimentado jamás, incluso por encima del cariño a Rufo, su extinguido chucho. Y sintió profundamente que su madre muriera, no porque le diera pena su ausencia porque no sentía gran cosa por su madre, sino por dejar de ver a aquel hombre de barbas y mirada de chocolate. Fue la única persona en la vida de Matista que la miró con ternura, incluso le habló algo más que para pedirle que le pelara dos kilos de patatas.
Después de enterrar a su madre, llegó una etapa dura para Matista, la tonta del barrio. El negocio de la patata no le llegaba para pagar el piso donde había vivido con su madre, así que la echaron, pero la dejaron quedarse en la azotea.
Y…, así pasaron los años y Matista subida en la cúspide viendo amanecer sobre la escoria, anochecer sobre sueños de cartón. Declararon el edificio en ruina y lo desalojaron. Nadie se acordó de ella, olvidaron a la mujer que pelaba patatas y se alimentaba del horizonte que se expandía a su lado cada día.
Demolieron el edificio y, al retirar los escombros encontraron a Matista con los ojos abiertos y abrazada a un gato; en su cara había perfilada una sonrisa… El obrero pensó, según la observaba, que era una mujer hermosa.
Su físico, en verdad, repelía a bucear en ese ser llamado Matista, nombre que surgió por una noche en que su madre se lió con un joyero; de aquel roce, nació una niña por casualidad, ya que la madre estuvo meses barajando la posibilidad del aborto. Al final, se hizo tarde y dejó correr al ser que medraba dentro de ella sin hacer ruido ni molestar.
Matista creció en un suburbio tan descascarillado como la ausencia de niñez. Una muñeca y un perrillo fueron los únicos pasajeros que le acompañaron en esos años. Cuando Rufo fue atropellado intencionadamente por el vecino carbonero que guardaba rencor a la madre de Matista por haber sido rechazado a pesar de que la daba un buen botín por acostarse con él, el corazón de Matista murió.
Apenas fue a la escuela, la aburría. Era torpe y nadie le hacía caso. Además, le molestaba que los chicos le corearan "Mati, la hija de la puta". Ella no entendía aquellas palabras, pero por dentro comprendía que aquello que le decían no era bueno. Tampoco su madre paraba mucho en casa para haberle preguntado el significado de puta. Siempre estaba ocupada en el negocio de los placeres carnales. Si tenía clientela, Matista se pasaba el día sentada en las escaleras con la muñeca y Rufo. Cuando éste murió, encontró refugio en pelar patatas. Comenzó como un juego para tapar carencias y terminó siendo un negocio para su madre. Su habilidad corrió como la pólvora y rápidamente su madre se percató de que tenía una fuente más de ingresos.
Al estar sentada todo el día, comenzaron a reblandecerse sus carnes, a crecer y rodear su ánimo hasta llegar a lo que se había convertido.
No hablaba con nadie, incluso una vez que murmuró más de tres palabras seguidas se asustó de la voz que salía de su garganta. Ella gritaba para sí en silencio, concentrada en sus patatas y, cuando hacía un alto, dedicaba su vista a observar, principalmente a las ratas que iban y venían por las escaleras. A los gatos, a los cuales envidiaba y que, gracias a ellos, descubrió su subsistencia…
Un día, un felino de pelo algodonoso se plantó ante sus narices sentándose junto a ella. Matista apenas se atrevía a respirar para no asustarle, pensaba que aquel animal era mucho más bonito que los roedores que siempre le acompañaban. Al rato, el gato se cansó y decidió subir las escaleras; Matista le siguió llegando hasta la azotea. Allí nunca había subido y, casi, cayó al suelo al contemplar el panorama que se extendía ante sus ojos. A partir de aquel momento, decidió trasladarse a ese lugar. Daba igual que fuera verano o invierno, que lloviera, hiciera frío o nevara. Había hallado un horizonte tibio sobre el que volar, un mar en calma por encima de la podredumbre.
Aprendió a respirar el oxigeno de la libertad mirando a los tejados, al vuelo de los pájaros, al cielo rosa, añil, fresa y carbón. Se lavaba con la lluvia y le fascinaba las gotas de agua sobre sus patatas. Allí arriba se cultivó en el color del otoño, se ilustró en sonrisas y comprendió la soledad que había vivido. Su rostro osco mutó al azúcar. Ya no le importó ser rechazada, ni estar sola.
Contando Matista veintitrés años, su madre murió. Fue la primera y la última vez que pisó un hospital, no sabía ni que existieran, como desconocía que hubiera médicos que sanasen al cuerpo, a ella nunca la vio ninguno… Y Matista conoció el amor. No sabía que aquello que sentía, que hacía acelerar su corazón fuera lo más hermoso que ella había experimentado jamás, incluso por encima del cariño a Rufo, su extinguido chucho. Y sintió profundamente que su madre muriera, no porque le diera pena su ausencia porque no sentía gran cosa por su madre, sino por dejar de ver a aquel hombre de barbas y mirada de chocolate. Fue la única persona en la vida de Matista que la miró con ternura, incluso le habló algo más que para pedirle que le pelara dos kilos de patatas.
Después de enterrar a su madre, llegó una etapa dura para Matista, la tonta del barrio. El negocio de la patata no le llegaba para pagar el piso donde había vivido con su madre, así que la echaron, pero la dejaron quedarse en la azotea.
Y…, así pasaron los años y Matista subida en la cúspide viendo amanecer sobre la escoria, anochecer sobre sueños de cartón. Declararon el edificio en ruina y lo desalojaron. Nadie se acordó de ella, olvidaron a la mujer que pelaba patatas y se alimentaba del horizonte que se expandía a su lado cada día.
Demolieron el edificio y, al retirar los escombros encontraron a Matista con los ojos abiertos y abrazada a un gato; en su cara había perfilada una sonrisa… El obrero pensó, según la observaba, que era una mujer hermosa.
viernes, 14 de marzo de 2008
EN LA PENUMBRA DE UN CONTENEDOR de Isamar
Fue en un crudo mes de Enero cuando su cuerpecito frágil de apenas50 centímetros, acababa de salir de las entrañas de su madre.
Todavía no le había dado tiempo a que sus ojos apreciaran el rostrode la mujer que durante nueve meses lo había llevado en su vientre,pero sus pupilas ya se habían abierto a luz del mundo al que llegó,sin la opción de sobrevivir.
Debería haberse sentido arropado por unos brazos que lo protegierandel frío, a la vez que sus labios sedientos se alimentaran de lasprimeras gotas de leche materna, pero ni tan siquiera le dio tiempode ello.Aún con el cordón umbilical pendiendo de su ombligo, la penumbrainvadió sus primeras horas de vida, cuando los latidos de su pequeñocorazón se ahogaban entre desperdicios y bolsas de basura que leiban cayendo encima. Ella, la misma que lo acababa de parir lo lanzóa un contenedor, como si de un desecho se tratara.Seguramente pataleó para quitarse de encima toda la porquería que leiba cayendo, pero sus diminutas piernas no tenían la fuerzasuficiente para lograrlo.
Un llanto desconsolado rompería las cuerdas de su frágil garganta queya no podía emitir ningún tipo de sonido, para así alarmar a quienespasaran junto a su tumba de plástico.
Fueron los operarios de la limpieza los que impotentes de angustiahallaron a la criatura sin signos de vida. Su pulso se había agotadoy resultaron infructuosos todos los esfuerzos para recuperar su ritmo.
Ese ángel sin nombre había nacido para vivir, pero su destino fuemorir el mismo día de su nacimiento a manos de una cobarde consangre de asesina, a la que la expresión "madre" le venía muy grandepara su condición inhumana.
Todavía no le había dado tiempo a que sus ojos apreciaran el rostrode la mujer que durante nueve meses lo había llevado en su vientre,pero sus pupilas ya se habían abierto a luz del mundo al que llegó,sin la opción de sobrevivir.
Debería haberse sentido arropado por unos brazos que lo protegierandel frío, a la vez que sus labios sedientos se alimentaran de lasprimeras gotas de leche materna, pero ni tan siquiera le dio tiempode ello.Aún con el cordón umbilical pendiendo de su ombligo, la penumbrainvadió sus primeras horas de vida, cuando los latidos de su pequeñocorazón se ahogaban entre desperdicios y bolsas de basura que leiban cayendo encima. Ella, la misma que lo acababa de parir lo lanzóa un contenedor, como si de un desecho se tratara.Seguramente pataleó para quitarse de encima toda la porquería que leiba cayendo, pero sus diminutas piernas no tenían la fuerzasuficiente para lograrlo.
Un llanto desconsolado rompería las cuerdas de su frágil garganta queya no podía emitir ningún tipo de sonido, para así alarmar a quienespasaran junto a su tumba de plástico.
Fueron los operarios de la limpieza los que impotentes de angustiahallaron a la criatura sin signos de vida. Su pulso se había agotadoy resultaron infructuosos todos los esfuerzos para recuperar su ritmo.
Ese ángel sin nombre había nacido para vivir, pero su destino fuemorir el mismo día de su nacimiento a manos de una cobarde consangre de asesina, a la que la expresión "madre" le venía muy grandepara su condición inhumana.
Desde el recuerdo: relato de Pilar
Se la veía preciosa, luciendo un ondulado tejado rojo, y desde sus ventanas enmarcadas de verde parecía sonreir nuestras travesuras en el jardín. Entre los parterres llenos de rosas, claveles y dalias, unas esbeltas palmeras se mostraban celosas de nuestras preferencias por el aromático y dulce membrillo. El corazón de la casa latía en el interior de la cocina, que nos acogía calurosamente entre la hornilla de carbón y unas perolas de cobre colgadas del encalado muro. Al final de un largo y estrecho pasillo, unas escaleras te llevaban a una habitación de grandes cristaleras, desde donde podías ver, en las noches claras, el rosario de luces de las barcas que salían a faenar al mar. Los recuerdos de la infancia se entremezclan con estas y otras imágenes de la casa, testigo de aquellos larguísimos veranos, de las lecturas en el porche, las fiestas de cumpleaños con las piñatas, los inviernos con las Navidades y el Belén.
Íbamos creciendo; también en ella se dejaba notar el paso de los años con sus fachadas secas, arrugadas por el sol. Su interior daba cuenta de las dolencias más variadas: baldosas que castañeaban a nuestro paso, muros descascarillados, puertas que no cumplian con su deber. Estábamos seguros que sufría. Por las noches, ya metidos en nuestras camas, podíamos oír su lamento al sentirse vapuleada por el viento que dejaban pasar las ventanas mal cerradas. Hasta las maderas parecían corear esos lamentos con crujidos que salían del corazón de los muebles.
Sí, los años pasaban y compromisos ineludibles, y otros amores, nos llevaban en direcciones inversas. La vida nos hizo seguir a cada uno nuestro camino, quedándose ella cada vez más sola y envejecíendo. Al principio fuimos fieles y la visitábamos todos los veranos. Un aire rejuvenecedor parecía entonces entrar por las ventanas abiertas, haciendo revolotear las viejas cortinas y el sol ruborizaba las fachadas de la anciana casa, contenta con nuestra presencia. Pero las separaciones se fueron haciendo más largas, hasta pasar temporadas sin regresar. Su deterioro se hacía evidente, no había recuperación posible, nos decían. Así, hasta que en una de nuestras visitas quisimos verla y ya fue tarde: sólo un terreno abandonado señalaba su paso por aquel lugar.
Con el tiempo, empezamos a sentirnos vacios, intranquilos. Como si, al faltar la casa, se hubiera roto el cordón umbilical que nos unía a la tierra, perdidas nuestras raíces. Como si al morir la casa, hubiese muerto nuestra memoria. Quisimos recuperar los recuerdos e intentamos buscar su alma. Esperanzados, caminamos por lo que había sido un jardín pletórico, y sólo encontramos rastrojos y aquellas palmeras que aún se conservaban esbeltas. Ellas son las que, al mover el aire sus pesadas ramas, dejan constancia de un pasado que no supimos defender.
El cinturón de cuero: relato de Micaela
Mi viaje a Argentina en el año 91 estuvo lleno de sorpresas que guardo en la memoria como se guardan las joyas en la caja fuerte. Unos son agradables y otros tristes.
De una manera especial viene muy a menudo a mi memoria uno que se quedó marcado a fuego en mi corazón. Fue el día anterior a nuestra vuelta a España; mis primos decidieron llevarnos a la finca que ella había heredado de sus padres; hacía mucho calor, el viento del Zonda redujo casi a cero la humedad del aire hasta hacerlo irrespirable, habíamos almorzado un delicioso asado regado con el rico vinillo sanjuanino y, después de reposar el copioso almuerzo, nos pareció una buena idea librarnos de aquella irritante sequedad sanjuanina.
Nos dispusimos pues, a visitar el viñedo que distaba varios kilómetros de San Juan. Viajamos en el bonito Chevrolet rojo de mi primo que se fue internando en parajes cada vez más inhóspitos: tierra reseca, desolada, sin árboles, sin plantas, sin vida, calcinada por el fuerte sol veraniego; cuando llegamos al viñedo paramos frente a una especie de casa, más parecía una choza, y nos apeamos. En la puerta, en sillas deterioradas, descansaba una familia compuesta por la madre, dos mozalbetes y un bebé que ella tenía en brazos; al vernos se pusieron ceremoniosamente de pié. Sus caras no eran precisamente de felicidad y sin poder evitarlo me dediqué a estudiar la fisonomía de cada uno mientras mi prima los iba presentando. No recuerdo sus nombres pero sí sus caras. La madre de familia, delgada, desdentada a pesar de su juventud y desaliñada, esbozó una tenue sonrisa al ser presentada, mientras sostenía en brazos al más pequeño de la casa que se escondió vergonzoso contra el pecho de la madre; una joven de unos doce años, sumamente escuálida y un muchacho larguirucho con cara de buena persona, la acompañaban en aquel recibimiento a los amos.
─Padre está en el viñedo ─dijo el chico dirigiéndose a mi primo y poniéndose colorado─ ¿Le digo que venga?
No fue necesario: una figura se acercaba hacia nosotros con la mano extendida que nos ofreció con timidez; una mano reseca y callosa que apenas hacía presión al estrechar las nuestras; era un hombrecillo menudo, encorvado y tan flaco como el resto de la familia; parecía que se iba a romper con cualquier esfuerzo; muchas arrugas marcadas a fuego en una cara renegrida por tantos días de trabajar de sol a sol, nos mostró una sonrisa cansada pero sincera y, señalando las sillas donde antes descansaba su familia, nos instó a que tomáramos asiento. Una vez acomodados alrededor de una larga mesa cubierta con un hule multicolor, pegajoso y lleno de moscas que revolotearon a nuestro alrededor importunadas por nuestra presencia, analicé lo que era la morada de esta familia: la casa no tenía puerta, solamente una cortina hecha de trapos viejos ocultaba su interior de nuestra mirada; la fachada, en sus tiempos quizás blanca, ahora era parda, desconchada y llena de manchas; a un lado un ventanuco, probablemente de un dormitorio, entreabierto para dejar correr el aire del atardecer, debió estar pintado de azul pero ahora mostraba un color indefinido. Tuve la impresión que lo mejor de la casa era el porche bajo el que nos cobijábamos sentados en las deterioradas sillas y rodeando la mesa cubierta con el pegajoso hule.
Allí cerca estaba el Chevrolet rojo, reluciente, reflejando los rayos del sol poniente y no pude evitar sentir vergüenza contrastando su esplendidez con tanta pobreza.
El empleado trataba por todos los medios agradar a los amos y su inútil servilismo me ponía enferma. Su mujer que se había quedado de pie con el crío en brazos, nos miraba a mi prima y a mí intensamente haciendo un recorrido por todo nuestro cuerpo: nuestras manos de uñas largas y cuidadas, nuestros vestidos y nuestros adornos eran revisados con admiración por aquella mujer en sepulcral silencio, quizás añorando algo que nunca tendría pero nadie le prohibiría soñar despierta. La niña se acercó a mí y me miró sin ningún recato el cinturón de cuero repujado.
─¿Te gusta? ─pregunté.
Se alejó sobresaltada como si hubiera sido atraída hacia mí sin su voluntad; puso las dos manos detrás de la espalda y miró tímida a su madre. Me levanté, me quité el cinturón y se lo ofrecí. Esperaba que corriera a cogerlo pero no fue así: lo miró de lejos y movió la cabeza negando. Probablemente en su vida había recibido un presente. Me acerqué a la madre:
─Tenga, para las dos.
Ella sí lo aceptó. Sin emplear la palabra gracias supo mostrar una sonrisa emocionada que decía mucho más. Mis primos me miraban sin comprender; nada dijeron pero por sus expresiones me pareció que no estaban de acuerdo con mi actitud.
─¿Quieren ver las viñas? ─preguntó el empleado. Buscó a su hijo y al no hallarlo volvió a interrogar─
¿Dónde está Pablo?
El muchacho salió de la casa; se había lavado la cara y peinado. Nos miró con aire de triunfo como diciendo:
“Ya veis, estoy arreglado y limpio”. El padre lo miró sonriente:
─Vamos a enseñar a los señores la viña para que vean cómo está este año la uva. Es un año de suerte si no viene la piedra.
Los miré mientras se alejaban y quedamos las mujeres solas. La madre entró a acostar al pequeño que se le había dormido en los brazos. Entonces mi prima bajó la voz para preguntar:
─¿Por qué lo has hecho?
La mujer volvió a salir sin darme tiempo a contestar. Llevaba el cinturón puesto. Las moscas se habían aposentado de nuevo en el hule de la mesa y aumentaba tanto su número que formaban manchas negras sobre él aprovechando las zonas más sustanciosas. Yo trataba de no espantarlas para que no nos confundieran con el hule; mientras estuvieran allí no nos molestarían.
La media hora que tardaron los hombres en volver se me hizo interminable. La tarde llegaba a su fin y pensaba lo abandonada de la mano de Dios que estaba aquella familia. Era como si vivieran en un lugar de la tierra donde no llegaban sus bondades.
Nos despedimos de ellos, nos metimos en el coche y desde el interior los vi agitar las manos; la casa iba siendo devorada por las sombras que nacían en el cerro cercano. El sol tachonaba de colores el cielo en un último estertor de muerte y, mientras la oscuridad se adueñaba del campo, una familia arrastraba una vida miserable en aquel simulacro de casa.
Seguimos circulando por el polvoriento camino y antes de perder de vista a aquella gente miré hacia atrás por última vez; unos rayos anaranjados salían de detrás de la precordillera. La casa era apenas una sombra a contraluz.
Recordé muchas veces aquellos momentos y comprendí que la verdadera felicidad para la gente sencilla está en las pequeñas cosas, como un llamativo cinturón de cuero que hizo sonreír a una mujer.
Estuvieron un año más en la finca; yo preguntaba por ellos cuando hablaba con mis primos. Un día se fueron nadie sabe adonde. “Alguien les daría mejor sueldo o mejor casa”, dijeron mis familiares; deseé que así fuera.
Siempre ha estado en mi pensamiento aquella tarde y la humilde familia y me he preguntado a menudo qué sería de ellos después de dejar el viñedo de mis primos. Después de tanto tiempo su fisonomía habrá cambiado, sin embargo en mi recuerdo siguen igual que en el año 91.
De una manera especial viene muy a menudo a mi memoria uno que se quedó marcado a fuego en mi corazón. Fue el día anterior a nuestra vuelta a España; mis primos decidieron llevarnos a la finca que ella había heredado de sus padres; hacía mucho calor, el viento del Zonda redujo casi a cero la humedad del aire hasta hacerlo irrespirable, habíamos almorzado un delicioso asado regado con el rico vinillo sanjuanino y, después de reposar el copioso almuerzo, nos pareció una buena idea librarnos de aquella irritante sequedad sanjuanina.
Nos dispusimos pues, a visitar el viñedo que distaba varios kilómetros de San Juan. Viajamos en el bonito Chevrolet rojo de mi primo que se fue internando en parajes cada vez más inhóspitos: tierra reseca, desolada, sin árboles, sin plantas, sin vida, calcinada por el fuerte sol veraniego; cuando llegamos al viñedo paramos frente a una especie de casa, más parecía una choza, y nos apeamos. En la puerta, en sillas deterioradas, descansaba una familia compuesta por la madre, dos mozalbetes y un bebé que ella tenía en brazos; al vernos se pusieron ceremoniosamente de pié. Sus caras no eran precisamente de felicidad y sin poder evitarlo me dediqué a estudiar la fisonomía de cada uno mientras mi prima los iba presentando. No recuerdo sus nombres pero sí sus caras. La madre de familia, delgada, desdentada a pesar de su juventud y desaliñada, esbozó una tenue sonrisa al ser presentada, mientras sostenía en brazos al más pequeño de la casa que se escondió vergonzoso contra el pecho de la madre; una joven de unos doce años, sumamente escuálida y un muchacho larguirucho con cara de buena persona, la acompañaban en aquel recibimiento a los amos.
─Padre está en el viñedo ─dijo el chico dirigiéndose a mi primo y poniéndose colorado─ ¿Le digo que venga?
No fue necesario: una figura se acercaba hacia nosotros con la mano extendida que nos ofreció con timidez; una mano reseca y callosa que apenas hacía presión al estrechar las nuestras; era un hombrecillo menudo, encorvado y tan flaco como el resto de la familia; parecía que se iba a romper con cualquier esfuerzo; muchas arrugas marcadas a fuego en una cara renegrida por tantos días de trabajar de sol a sol, nos mostró una sonrisa cansada pero sincera y, señalando las sillas donde antes descansaba su familia, nos instó a que tomáramos asiento. Una vez acomodados alrededor de una larga mesa cubierta con un hule multicolor, pegajoso y lleno de moscas que revolotearon a nuestro alrededor importunadas por nuestra presencia, analicé lo que era la morada de esta familia: la casa no tenía puerta, solamente una cortina hecha de trapos viejos ocultaba su interior de nuestra mirada; la fachada, en sus tiempos quizás blanca, ahora era parda, desconchada y llena de manchas; a un lado un ventanuco, probablemente de un dormitorio, entreabierto para dejar correr el aire del atardecer, debió estar pintado de azul pero ahora mostraba un color indefinido. Tuve la impresión que lo mejor de la casa era el porche bajo el que nos cobijábamos sentados en las deterioradas sillas y rodeando la mesa cubierta con el pegajoso hule.
Allí cerca estaba el Chevrolet rojo, reluciente, reflejando los rayos del sol poniente y no pude evitar sentir vergüenza contrastando su esplendidez con tanta pobreza.
El empleado trataba por todos los medios agradar a los amos y su inútil servilismo me ponía enferma. Su mujer que se había quedado de pie con el crío en brazos, nos miraba a mi prima y a mí intensamente haciendo un recorrido por todo nuestro cuerpo: nuestras manos de uñas largas y cuidadas, nuestros vestidos y nuestros adornos eran revisados con admiración por aquella mujer en sepulcral silencio, quizás añorando algo que nunca tendría pero nadie le prohibiría soñar despierta. La niña se acercó a mí y me miró sin ningún recato el cinturón de cuero repujado.
─¿Te gusta? ─pregunté.
Se alejó sobresaltada como si hubiera sido atraída hacia mí sin su voluntad; puso las dos manos detrás de la espalda y miró tímida a su madre. Me levanté, me quité el cinturón y se lo ofrecí. Esperaba que corriera a cogerlo pero no fue así: lo miró de lejos y movió la cabeza negando. Probablemente en su vida había recibido un presente. Me acerqué a la madre:
─Tenga, para las dos.
Ella sí lo aceptó. Sin emplear la palabra gracias supo mostrar una sonrisa emocionada que decía mucho más. Mis primos me miraban sin comprender; nada dijeron pero por sus expresiones me pareció que no estaban de acuerdo con mi actitud.
─¿Quieren ver las viñas? ─preguntó el empleado. Buscó a su hijo y al no hallarlo volvió a interrogar─
¿Dónde está Pablo?
El muchacho salió de la casa; se había lavado la cara y peinado. Nos miró con aire de triunfo como diciendo:
“Ya veis, estoy arreglado y limpio”. El padre lo miró sonriente:
─Vamos a enseñar a los señores la viña para que vean cómo está este año la uva. Es un año de suerte si no viene la piedra.
Los miré mientras se alejaban y quedamos las mujeres solas. La madre entró a acostar al pequeño que se le había dormido en los brazos. Entonces mi prima bajó la voz para preguntar:
─¿Por qué lo has hecho?
La mujer volvió a salir sin darme tiempo a contestar. Llevaba el cinturón puesto. Las moscas se habían aposentado de nuevo en el hule de la mesa y aumentaba tanto su número que formaban manchas negras sobre él aprovechando las zonas más sustanciosas. Yo trataba de no espantarlas para que no nos confundieran con el hule; mientras estuvieran allí no nos molestarían.
La media hora que tardaron los hombres en volver se me hizo interminable. La tarde llegaba a su fin y pensaba lo abandonada de la mano de Dios que estaba aquella familia. Era como si vivieran en un lugar de la tierra donde no llegaban sus bondades.
Nos despedimos de ellos, nos metimos en el coche y desde el interior los vi agitar las manos; la casa iba siendo devorada por las sombras que nacían en el cerro cercano. El sol tachonaba de colores el cielo en un último estertor de muerte y, mientras la oscuridad se adueñaba del campo, una familia arrastraba una vida miserable en aquel simulacro de casa.
Seguimos circulando por el polvoriento camino y antes de perder de vista a aquella gente miré hacia atrás por última vez; unos rayos anaranjados salían de detrás de la precordillera. La casa era apenas una sombra a contraluz.
Recordé muchas veces aquellos momentos y comprendí que la verdadera felicidad para la gente sencilla está en las pequeñas cosas, como un llamativo cinturón de cuero que hizo sonreír a una mujer.
Estuvieron un año más en la finca; yo preguntaba por ellos cuando hablaba con mis primos. Un día se fueron nadie sabe adonde. “Alguien les daría mejor sueldo o mejor casa”, dijeron mis familiares; deseé que así fuera.
Siempre ha estado en mi pensamiento aquella tarde y la humilde familia y me he preguntado a menudo qué sería de ellos después de dejar el viñedo de mis primos. Después de tanto tiempo su fisonomía habrá cambiado, sin embargo en mi recuerdo siguen igual que en el año 91.
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