miércoles, 5 de marzo de 2008

Sira: relato de Rosa






Se llamaba Sira, era una perra Doberman de porte fino, elegante. Presumía de físico paseándose por el patio de cemento y meneaba el rabo corto como si en realidad fuera el apéndice de un Teckel o un Pointier.
El pelaje de su lomo era de un color semejante a tierra negra, pero brillaba al sol veraniego como un azabache revolcado en polvo de estrellas. No tenía ni un gramo de grasa y cuando se tumbaba en el suelo estiraba sus patas delanteras, elevando de tal manera su cuello, que a mí siempre me recordaba al dios egipcio Anubis con aquella magnanimidad en su perfil. Ella procuraba que nunca pasara desapercibido ese movimiento, recreándose en el acto, perezosa y coqueta. Era su momento cumbre.
Sus pequeños ojos negros nunca miraban de frente, y siempre había que llamarla dos o tres veces para que se dignara volver la cabeza. Era hermosa y ella lo sabía. Sólo ladraba de noche, evitando así que, tal vez, sus roncos y alterados ladridos no rompieran su imagen de dama perruna. No tenía tendencia al juego como sus hermanos, pero tampoco evitaba la compañía de los niños y los toleraba paciente, hasta que cansada de ellos y su griterío infantil, se dirigía lenta hacia la parte ocupada por los adultos, iniciando su rito de diosa.
El día que se quebró su estatus de adorado animal, estaba yo, después de un baño y su cepillado diario, acariciándole la parte de la cara y el cuello donde los perros, según me contó mi primo Justo, más aprecian al tacto. Parecía que Sira, disfrutara de ese instante de veneración, cuando el pequeño Tito, de 5 años, se acercó para reclamar su atención con la inconsciencia de su corta edad, pero equivocó el modo... Creo que todo lo habría consentido Sira, menos que le estropearan su figura y pelaje, tras el acicalado diario, clavándole las sucias manos en el lomo.
Supongo que en ese momento, sintió que todo aquel polvo de estrellas de su pelo se deshacía entre las manos del niño, y sin poder contener la rabia, se revolvió furiosa. Al comprobar que era el pequeño el culpable de semejante profanación, pareció que recordara algo sobre los niños porque, con un movimiento rápido, se lanzó sobre mí con una fuerza descomunal. Apenas tuve tiempo de apartar mi brazo izquierdo ya rasgado cuando sentí que en el muslo derecho me clavaba sus afilados dientes.

Escuchar su nombre en un grito que cortó el aire, la hizo pararse y mirarme. Parecía que de repente hubiera vuelto de otro lugar y no fuera ella, porque otra rabia más profunda y dolorosa se apoderó de sus ojos vidriosos, enseñando los dientes mientras reculaba alejándose de mí. Habría jurado que estaba a punto de llorar, y en mi propio delirio casi podía ver un ligero temblor en su mandíbula en una mezcla de emociones difíciles de determinar.
Lo más triste aconteció al regresar a casa de la clínica de D. José, el médico, tras el restregón en las heridas con estropajo y jabón y la inyección posterior, pues la perra-dama había desaparecido. Desde entonces, siempre he pensado, recordando aquella última mirada, que Sira sólo defendió lo que más valoraba de sí misma y ellos no lo comprendieron, condenándola por aquella funesta circunstancia.
El castigo para todos nosotros -y en especial para mí- fue la opacidad que se adueñó del patio todas las tardes restantes de aquel largo verano.

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