lunes, 24 de marzo de 2008

AMOR IDEAL por Matías Lucadamo

En la primera clase que tuve en el profesorado de Lengua conocí a la mujer de mi vida. Cuando la vi entrando al aula, con su mochila de lana colgada de un hombro, con sus rulitos castaños, con sus ojos inmensos y distraídos, fue como si el aire cambiara de color.
La chica cruzó el aula flotando. Se sentó en un banco que había contra la pared. Colgó su mochila en el respaldo de la silla. Sacó sus útiles. Se peinó un rulito atrás de la oreja izquierda. Después abrió un libro. Yo la vigilaba encandilado. No la podía dejar de mirar. No quería perderme ni uno solo de sus movimientos. Ella tenía la mirada fija en la lectura. No se daba cuenta de mi fascinación.
Cuando terminó la clase, cuando la chica se fue apurada del aula, abrí el cuaderno y en la última hoja escribí: "Estoy inexplicablemente enamorado de una extraña".
Desde ese día, los lunes se convirtieron en mis jornadas predilectas. La chica solamente cursaba conmigo las clases de Teoría Literaria, así que el resto de la semana no la podía ver. Yo intentaba aprovechar al máximo esas dos horas y me pasaba todo el tiempo mirando a la chica.
Ella, por su parte, nunca me miraba. Durante las clases atendía a la profesora con atención y, cuando terminaba la hora, se iba, tan fugaz como había llegado.
Al principio su indiferencia me dolía. Pensaba que a la chica no le gustaba y que yo no era su hombre ideal. Tuvieron que pasar un par de semanas para que me diera cuenta de que el amor de mi vida tenía otras formas de comunicarse conmigo. No hacía falta que me mirara. Por gestos sutiles yo podía saber que ella era consciente de mi admiración. Cuando se enrulaba el pelo con los dedos, por ejemplo. O cuando miraba la ventana con una sonrisa casi invisible en los labios y se acariciaba una de las pulseritas de la muñeca. En esas sutilezas estaba su manera de decirme: "Sé que me mirás. Sé que te gusto".
Mirándola desde mi rincón del fondo, todos los lunes aprendía un detalle nuevo de su forma de ser. Cuando se sentía triste, sus pestañas parecían sauces. Cuando había tenido sueños alegres, tarareaba una canción.
Yo siempre le escribía. "Me gustan tus rulitos". "Me gustan tus aritos". "Me gustan tus manos". Le escribía todo el tiempo; en las clases de otras materias, en los trenes; en mis madrugadas eternas. No hacía falta que ella estuviera en el aula. Estaba convencido de que la mujer de mi vida, estuviese donde estuviese, me podía escuchar.
Hasta que a las pocas semanas pasó lo inevitable. La profesora anunció el receso de invierno. Los compañeros se alegraron por el descanso de casi un mes. Pero yo me deprimí.
"Me va a costar respirar, amor", le escribí, desorientado, el último lunes de clase. Ella apoyó los codos en su banco y en las manos descansó su mentón. La profesora discurría sobre un texto de Simone de Beauvior, una autora que al amor de mi vida le fascinaba. Pero esta vez no parecía estar atenta. No dejaba de mirar la pared. Como si el efluvio de mi nostalgia la hubiese tocado.
Cuando la clase terminó, cuando la chica se levantó y se fue apurada del aula, tuve una sensación parecida a la que había tenido el lunes en que la conocí. Desaparecieron las personas y los ruidos. Solamente era ella, haciendo en sentido inverso el mismo recorrido que había hecho aquella tarde. Yéndose, fugándose; saliendo de mi vida.
Durante el mes del receso, la costumbre de escribirle se intensificó. Se me volvió una necesidad a todo horario. Tuve que escuchar varias reprensiones de mi jefe, por desatender mis tareas. Mis viejos estaban preocupados. "¿Qué pasa que no comés? ¿Qué pasa que no hablás?". Mis amigos también decían que estaba raro. Tomaba más cerveza que nunca y en vez de reírme me quedaba mudo, mirando la pared.
Yo lo único que quería era estar solo. Aprendí a ver la soledad con otros ojos, durante ese tiempo. Cuando estaba solo podía pensar en ella tranquilo y escribirle sin tener que darle explicaciones a nadie. A veces mi nostalgia era tanta que no podía desahogarla en mis cuadernos. Entonces, mirando la luna, me imaginaba que la mujer de mis años estaba ahí, entre mis brazos, acostada conmigo. Le decía cosas al oído y era como si de verdad ella estuviese ahí, perfumando mi almohada.
La noche anterior al lunes en que volvían las clases no pude dormir. Fui a trabajar como un sonámbulo. Estuve toda la tarde amodorrado, soñándola despierto. A las seis entré al aula. La chica no estaba y la ansiedad me empezó a doler a medida que pasaban los minutos. Ella nunca llegaba tarde. Las piernas se me sacudían con un tic inconsciente, mientras miraba la puerta. La clase ya había empezado y yo seguía sin noticias de ella. "¿Por dónde andarás ahora, amor de mi vida?".
Habrían pasado unos quince minutos, cuando sentí el ruido del picaporte girando. Hubo un momento de vacilación temporal, de congelamiento parcial de todo, entre el instante en que la puerta se abría y la persona que la había abierto aparecía abajo del marco. Era ella. Era ella, sedante, sobrenatural, entrando sigilosamente al aula. Con su mochila de lana, con sus rulitos castaños, con sus ojos inmensos y siderales.
Mi chica cruzó el aula entre las hileras de bancos. Me quedé helado cuando me di cuenta de que la única silla vacía era la que estaba a mi lado. Ella se estaba acercando a mí. Dejé de respirar. La chica se terminó de acercar y yo corrí la mochila. "Gracias", me dijo. El amor de mi vida, de repente, estaba ahí. Sentada conmigo.
La miré de reojo, mientras abría su carpeta. Después de un mes de idealizarla, su hermosura se había vuelto tan concreta que casi no la podía ver. Era como si hubiera un aura a su alrededor que la volviese transparente. Era como ver un silencio hermoso y profundo.
La chica sacó una birome y empezó a tomar apuntes. Yo quise parecerle aplicado y también me puse a copiar. Pero la profesora dictaba muy rápido y en cierto punto se me quedó inconcluso un concepto. Levanté la mirada y mi chica seguía ahí. Hermosa. Lejana. A quince centímetros.
-¿Qué dijo? –le pregunté.
Ella corrió el brazo, para que yo pudiera leer su carpeta.
-Que la demarcación entre qué es literatura y qué no lo es depende de los juicios de valores propios de cada sociedad y de cada época –me dictó en voz baja.
"Tu voz es dulce, amor de mi vida".
-"De cada sociedad y de cada época"... Muchas gracias.
"Tu voz me enamora".
Ella tomó apuntes el resto de la clase y yo no quise volver a interrumpirla. Mientras simulaba prestarle atención a la profesora, miraba su brazo rozando el mío. Miraba sus útiles. Su carpeta, su letra. Sus pulseritas. Sus anillos. Sus manos. Todo hablaba de ella. Estaba ahí, al lado mío, y era un instante mago que había soñado mil y una noches.
Estuve el resto de la clase pensando en qué le iba a decir cuando la hora terminara. Al fin la hora terminó. Cuando la profesora salió del aula, miré a la chica.
-¿Te gusta esta clase?
Ella sonrió.
-Sí, es interesante. Me gusta cómo explica la profesora. ¿A vos?
-A mí también. Es la clase que más me gusta.
Empezó a guardar los útiles. Entonces miré su mochila y descubrí un prendedor con forma de luna que antes no había visto. Ella se despidió.
-Bueno, nos vemos la semana que viene.
-Dale.
La vigilé mientras se iba. Su aroma quedó flotando en el aire. Su voz todavía me acariciaba los oídos. Como una música.
Unas horas más tarde, cuando estaba acostado en mi cama, no me podía dormir. La charla que había tenido con el amor de mi vida me desbordaba en cada uno de mis poros. Ella me había hablado, ella me había mirado a los ojos, ella me había mostrado sus apuntes y yo había visto su letra elegante y prolija y su prendedor con forma de luna.
Estaba ansioso por lo que podía pasar en la próxima clase. Me imaginaba sentado con ella, conversando sobre literatura o este o aquel parcial. Estaba tan intrigado por saber cómo iba a ser conocerla que no podía pegar un ojo. Solamente me quedé tranquilo cuando me prometí mostrarle este cuento algún día. Me prometí regalárselo cuando fuéramos novios y ella me quisiese tanto como la quiero yo.

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