viernes, 14 de marzo de 2008

El cinturón de cuero: relato de Micaela



Mi viaje a Argentina en el año 91 estuvo lleno de sorpresas que guardo en la memoria como se guardan las joyas en la caja fuerte. Unos son agradables y otros tristes.

De una manera especial viene muy a menudo a mi memoria uno que se quedó marcado a fuego en mi corazón. Fue el día anterior a nuestra vuelta a España; mis primos decidieron llevarnos a la finca que ella había heredado de sus padres; hacía mucho calor, el viento del Zonda redujo casi a cero la humedad del aire hasta hacerlo irrespirable, habíamos almorzado un delicioso asado regado con el rico vinillo sanjuanino y, después de reposar el copioso almuerzo, nos pareció una buena idea librarnos de aquella irritante sequedad sanjuanina.

Nos dispusimos pues, a visitar el viñedo que distaba varios kilómetros de San Juan. Viajamos en el bonito Chevrolet rojo de mi primo que se fue internando en parajes cada vez más inhóspitos: tierra reseca, desolada, sin árboles, sin plantas, sin vida, calcinada por el fuerte sol veraniego; cuando llegamos al viñedo paramos frente a una especie de casa, más parecía una choza, y nos apeamos. En la puerta, en sillas deterioradas, descansaba una familia compuesta por la madre, dos mozalbetes y un bebé que ella tenía en brazos; al vernos se pusieron ceremoniosamente de pié. Sus caras no eran precisamente de felicidad y sin poder evitarlo me dediqué a estudiar la fisonomía de cada uno mientras mi prima los iba presentando. No recuerdo sus nombres pero sí sus caras. La madre de familia, delgada, desdentada a pesar de su juventud y desaliñada, esbozó una tenue sonrisa al ser presentada, mientras sostenía en brazos al más pequeño de la casa que se escondió vergonzoso contra el pecho de la madre; una joven de unos doce años, sumamente escuálida y un muchacho larguirucho con cara de buena persona, la acompañaban en aquel recibimiento a los amos.

─Padre está en el viñedo ─dijo el chico dirigiéndose a mi primo y poniéndose colorado─ ¿Le digo que venga?

No fue necesario: una figura se acercaba hacia nosotros con la mano extendida que nos ofreció con timidez; una mano reseca y callosa que apenas hacía presión al estrechar las nuestras; era un hombrecillo menudo, encorvado y tan flaco como el resto de la familia; parecía que se iba a romper con cualquier esfuerzo; muchas arrugas marcadas a fuego en una cara renegrida por tantos días de trabajar de sol a sol, nos mostró una sonrisa cansada pero sincera y, señalando las sillas donde antes descansaba su familia, nos instó a que tomáramos asiento. Una vez acomodados alrededor de una larga mesa cubierta con un hule multicolor, pegajoso y lleno de moscas que revolotearon a nuestro alrededor importunadas por nuestra presencia, analicé lo que era la morada de esta familia: la casa no tenía puerta, solamente una cortina hecha de trapos viejos ocultaba su interior de nuestra mirada; la fachada, en sus tiempos quizás blanca, ahora era parda, desconchada y llena de manchas; a un lado un ventanuco, probablemente de un dormitorio, entreabierto para dejar correr el aire del atardecer, debió estar pintado de azul pero ahora mostraba un color indefinido. Tuve la impresión que lo mejor de la casa era el porche bajo el que nos cobijábamos sentados en las deterioradas sillas y rodeando la mesa cubierta con el pegajoso hule.

Allí cerca estaba el Chevrolet rojo, reluciente, reflejando los rayos del sol poniente y no pude evitar sentir vergüenza contrastando su esplendidez con tanta pobreza.

El empleado trataba por todos los medios agradar a los amos y su inútil servilismo me ponía enferma. Su mujer que se había quedado de pie con el crío en brazos, nos miraba a mi prima y a mí intensamente haciendo un recorrido por todo nuestro cuerpo: nuestras manos de uñas largas y cuidadas, nuestros vestidos y nuestros adornos eran revisados con admiración por aquella mujer en sepulcral silencio, quizás añorando algo que nunca tendría pero nadie le prohibiría soñar despierta. La niña se acercó a mí y me miró sin ningún recato el cinturón de cuero repujado.

─¿Te gusta? ─pregunté.

Se alejó sobresaltada como si hubiera sido atraída hacia mí sin su voluntad; puso las dos manos detrás de la espalda y miró tímida a su madre. Me levanté, me quité el cinturón y se lo ofrecí. Esperaba que corriera a cogerlo pero no fue así: lo miró de lejos y movió la cabeza negando. Probablemente en su vida había recibido un presente. Me acerqué a la madre:

─Tenga, para las dos.

Ella sí lo aceptó. Sin emplear la palabra gracias supo mostrar una sonrisa emocionada que decía mucho más. Mis primos me miraban sin comprender; nada dijeron pero por sus expresiones me pareció que no estaban de acuerdo con mi actitud.

─¿Quieren ver las viñas? ─preguntó el empleado. Buscó a su hijo y al no hallarlo volvió a interrogar─

¿Dónde está Pablo?

El muchacho salió de la casa; se había lavado la cara y peinado. Nos miró con aire de triunfo como diciendo:

“Ya veis, estoy arreglado y limpio”. El padre lo miró sonriente:

─Vamos a enseñar a los señores la viña para que vean cómo está este año la uva. Es un año de suerte si no viene la piedra.

Los miré mientras se alejaban y quedamos las mujeres solas. La madre entró a acostar al pequeño que se le había dormido en los brazos. Entonces mi prima bajó la voz para preguntar:

─¿Por qué lo has hecho?

La mujer volvió a salir sin darme tiempo a contestar. Llevaba el cinturón puesto. Las moscas se habían aposentado de nuevo en el hule de la mesa y aumentaba tanto su número que formaban manchas negras sobre él aprovechando las zonas más sustanciosas. Yo trataba de no espantarlas para que no nos confundieran con el hule; mientras estuvieran allí no nos molestarían.

La media hora que tardaron los hombres en volver se me hizo interminable. La tarde llegaba a su fin y pensaba lo abandonada de la mano de Dios que estaba aquella familia. Era como si vivieran en un lugar de la tierra donde no llegaban sus bondades.

Nos despedimos de ellos, nos metimos en el coche y desde el interior los vi agitar las manos; la casa iba siendo devorada por las sombras que nacían en el cerro cercano. El sol tachonaba de colores el cielo en un último estertor de muerte y, mientras la oscuridad se adueñaba del campo, una familia arrastraba una vida miserable en aquel simulacro de casa.

Seguimos circulando por el polvoriento camino y antes de perder de vista a aquella gente miré hacia atrás por última vez; unos rayos anaranjados salían de detrás de la precordillera. La casa era apenas una sombra a contraluz.

Recordé muchas veces aquellos momentos y comprendí que la verdadera felicidad para la gente sencilla está en las pequeñas cosas, como un llamativo cinturón de cuero que hizo sonreír a una mujer.

Estuvieron un año más en la finca; yo preguntaba por ellos cuando hablaba con mis primos. Un día se fueron nadie sabe adonde. “Alguien les daría mejor sueldo o mejor casa”, dijeron mis familiares; deseé que así fuera.

Siempre ha estado en mi pensamiento aquella tarde y la humilde familia y me he preguntado a menudo qué sería de ellos después de dejar el viñedo de mis primos. Después de tanto tiempo su fisonomía habrá cambiado, sin embargo en mi recuerdo siguen igual que en el año 91.

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