miércoles, 12 de marzo de 2008

¿Te he contado ...? Cuento de Luís A.



Le vi una mañana de domingo. Yo me había levantado antes de lo habitual y decidí darme una vuelta por los jardines de El Buen Retiro. No eran las diez y, a esa hora, aún se podía andar por el parque sin que nadie molestara mi paseo. Se podía, incluso, oír el aire otoñal entre los árboles.

Era muy anciano, estaba sentado en un banco y tenía una paloma en su rodilla izquierda; a medida que me acercaba, tuve la impresión de que hablaba con ella.

Me senté cerca de los dos y, no cabía duda, en un tono lento, mesurado, no muy alto, el hombre se dirigía al ave y, esto era aún más raro, la paloma parecía entender lo que oía..., movía la cabeza, de vez en cuando, con esos movimientos rápidos, como tics nerviosos, que todos conocemo, sólo que, en este caso, parecían signos de atención a lo que escuchaba.

Uno no es muy cotilla, pero sentí la misma curiosidad que cualquiera hubiera tenido en mi lugar.

-¿Te he contado lo de mi último e inolvidable amor frustrado?- preguntó el anciano.

La paloma negó con la cabeza.

-Fue muy hermoso. La conocí cuando yo estaba convencido de que el amor verdadero era una utopía; había tenido muchos desengaños y pensaba que las personas no eran capaces de querer a nadie más que a sí mismas; que lo que llaman amor era sólo cariño derivado del trato, de la cercanía, de lo cotidiano; y que, por desgracia, los llamados lazos indisolubles estaban amarrados con hilos de seda, pocos, incapaces de aguantar nada y si lo hacían, era por inercia o cobardía.

El hombre paró unos segundos para tomar aire, su voz seguía siendo casi un susurro:

-Pero la encontré a ella, o ella me encontró a mí, y todas mis ideas se vinieron abajo. Era absolutamente encantadora, no podíamos estar el uno sin el otro ni siquiera unos minutos. Teníamos personalidades completamente distintas, pero se
complementaban ambas. En el tiempo que estuvimos juntos, por raro que parezca, nunca discutimos, nunca...

La paloma, con un corto aleteo, se posó en el hombro del hombre. Arrimó un ala a su mejilla y acarició, suavemente, la misma.

-Hablábamos de todo..., literatura, pintura, música... Yo aprendí de ella y ella de mí. Nuestras conversaciones podían durar horas y horas. Y, respecto al sexo...

En ese momento, el hombre, con un movimiento brusco de la cabeza, miró a la paloma, como si hubiera notado por primera vez que estaba en su hombro. Con una mano la sujetó el cuerpo y con la otra, retorció las plumas blancas de su pescuezo..., y el propio pescuezo de paso. La tiró, muerta, hacia atrás.

-¡Mierda de bicho, son como ratas con alas... Aparecen en cualquier sitio!

A mí no me importaba mucho la paloma, tampoco me gustan, pero no quería quedarme sin saber el final de la narración del anciano.

Me senté en su banco:

-Perdone, le he estado oyendo. ¿Podría acabar su historia? ¿Por qué hablaba en pasado de su amor?... ¿Ella murió?

Volvió su cara hacia mí; vi unos ojos húmedos, cansados...

-Me dejó por el dueño de una tienda de ultramarinos; no era muy listo, pero tenía menos años que yo y el porvenir resuelto... Los poetas nunca hemos sido buenos partidos.

-¿La volvió a ver?

-Sí, una vez. Se había separado tras un año de matrimonio... Fue un encuentro breve, ya no teníamos nada que decirnos.

Me levanté. El anciano, como si al cambiar yo de postura fuera la primera vez que me veía, me dijo:

-¿Le he contado a usted lo de mi último e inolvidable amor frustrado?

-Sí –contesté- además llevo prisa.

-Y... ¿no habrá visto por aquí a una paloma que habla todas las mañanas conmigo?

-Creo que la tiene usted ahí, detrás del banco.

Volví la cabeza tras alejarme unos pasos. Había recogido a la paloma muerta, la puso sobre su rodilla izquierda y empezó a hablar:
-¿Te he contado...?

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