domingo, 30 de marzo de 2008

QUIENES SOY por Matías Lucadamo

La soledad tiene algo que me tranquiliza. Cuando estoy solo puedo escuchar música, leer, me siento bien haciendo lo que quiero. También puedo pensar. A veces hasta apago la música, para que las letras y las guitarras no me distraigan de lo que pienso.

Pienso en los amigos cuando estoy solo. Pienso en los paisajes que vi alguna vez. También en las frases que me gustan. Anoche leí un libro de Kundera y me encontré con una que me dejó pensativo, mirando el techo: "Soledad: dulce ausencia de miradas". Estaba solo, mirando el techo y recorriendo esa frase, y no había nadie ahí para mirarme. Esa tranquilidad de saber que podía mirar el techo todo el tiempo que se me diera la gana, y pensar en esa frase cuantas veces quisiese, era cómoda y dulce.

Otras veces pienso en las cosas que ya pasaron. Me inundan recuerdos sin previo aviso. Recuerdos alegres o tristes o neutrales. Los alegres son como un rocío en la cara y me llenan de satisfacción. Yo siempre trato de enfocarme en esos. Pero dos por tres mi memoria se pone caprichosa y los que prevalecen son los otros, los tristes. Entonces me siento vacío y tengo ganas de soltarme en la cama a escuchar la noche.

Me pasa algo parecido cuando pienso en el futuro. Intento imaginarme lo que puede venir más adelante, cuando pase el tiempo, y mis pensamientos vacilan, me lleno de dudas, porque no puedo saber qué es lo que va a ser de mi vida. No tengo forma de saberlo. Y en ese sentido el futuro se parece a los recuerdos tristes. Me hace sentir vacío y no puedo enfocarme en las cosas buenas.

Lo mejor es cuando tengo la sensación de que todo va a salir bien. En esos momentos la vida sí que vale la pena. Me convenzo de que un día, no importa cuándo, voy a poder materializar mis sueños. Trato de no preocuparme ni prever nada. Entonces me siento más relajado y puedo manejar mi estado de ánimo como si fuera un pedazo de papel en el que escribo y escucho buenos pensamientos.

De vez en cuando, pienso en mi padre. Hoy a la mañana, por ejemplo, estuve pensando en él. Habrán sido unos minutos. O quizás unos pocos segundos. Eso no lo puedo saber. Todavía el mundo no inventó un reloj para medir cuánto tiempo uno se queda pensando en algo. Quizás un día se inventen. Los hombres no dejan de inventar cosas estrafalarias todos los días. A mí me gustaría que un día se fabriquen brújulas para saber con exactitud científica a quién se ama y a quién se dejó de querer. O camaritas ópticas para visualizar y reproducir los sueños. Esas cosas sí que me las compraría.

Esta mañana estuve pensando en mi viejo. Mi idea de fondo era la de que los hijos siempre se terminan pareciendo a sus padres. Incluso cuando no quieren parecerse. En ese sentido me gusta mucho mirar el "Padrino". Al Pacino (Michael Corleone) no quiere ser como su padre. Pero no solo se le termina pareciendo, sino que imita y acentúa los defectos que más odiaba de él. Esa y otras mil historias por el estilo me sugestionaron, y empecé a compararme con mi padre para ver cuántas posibilidades hay de que yo termine siendo su vivo reflejo.

Pero la verdad es que esa empresa siempre se me complica. Cuando me pongo a pensar en mi padre, se abre un abanico inmenso de recuerdos, y son unos recuerdos tan variados y diferentes entre sí, que no puedo identificar cuál es el que mejor define su forma de ser.

Está mi padre en su versión irascible, por ejemplo. Cuando yo tenía once años, en una discusión que teníamos en la mesa, levantó un vaso y lo reventó contra la pared. Me acuerdo perfectamente de la imagen del vaso partiéndose, como si lo estuviera viendo ahora en una pantalla. Fue la primera y única vez que lo vi ejercer otro tipo de violencia que no fuera la verbal. Nunca nos pegó, ni a mis hermanos ni a mí. Mi abuelo decía que por esa indulgencia más bien moderna nosotros habíamos salido tan despelotados. "Antes nos educaban a los cazotes". Yo no sabía que significaba "cazotes". Pero me di a la idea de que tenía algo que ver con "trompadas", o "coscorrones", o "sopapos".

Mi padre en su faceta sentimental: esa es otra versión que tengo de él. Solamente lo escuché llorar dos veces en la vida. Una fue cuando murió mi abuelo, el de los "cazotes". Estábamos en Mar del Plata, yo durmiendo en la pieza, cuando me despertaron unos alaridos ruidosos. Al principio, con la modorra del entre sueño, me pareció que era una risa. Mi viejo cuando se ríe, se ríe a gritos; tiene la carcajada bien estrepitosa, de cepa italiana. Tardé varios segundos en darme cuenta de que en realidad estaba llorando.

Me paré en la puerta y escuché desde el pasillo. Estaba impactado. Era la primera vez que lo escuchaba llorar. Más tarde me enteré del por qué. Mi abuelo había fallecido esa mañana, mientras dormía en su cama, como mueren los dioses. Yo andaba por los nueve años y a esas alturas creía que la gente nomás se moría en las películas. Fue esa mañana cuando me di cuenta de que la muerte era algo que podía pasar de verdad, y que también le tocaba a la gente que quería. Mi conciencia de la muerte iba a quedar asociada para siempre a la primera vez que escuché llorar a mi viejo.

La segunda vez fue más cercana en la línea del tiempo, pero no en cuanto a la de mi memoria. Es toda una rareza, pero a veces tengo un recuerdo más nítido de cosas que pasaron hace más de veinte años que otras que pasaron ayer. Yo tenía diecisiete años y mis padres me encontraron tomado y deprimido en mi pieza. Mi madre se sentó en el borde de la cama y me miró a los ojos.

-Con tu papá queremos saber lo que te pasa. Estamos preocupados por vos.

Fue cuestión de que me lo diga, para que empezara a sentir como una araña húmeda subiéndome por adentro del pecho. Era el llanto. Lloré como hacía años no lloraba adelante de nadie.

-No sé -le dije, ahogado de lágrimas-. No le encuentro sentido a nada.

-Vos le tenés que buscar el sentido a las cosas –dijo mamá, aturdida-. No sé, no te encierres más; buscá la felicidad en la gente que te quiere, en las cosas que te gustan.

Yo me había pasado toda una semana leyendo a Dostoievski, enclaustrado y tomando cerveza en mi pieza, y había empezado a creer en el efecto de las actitudes y frases exageradas.

-La felicidad está rodeada de dolor. Para encontrarse a uno mismo hay que sufrir.

Mamá me miró con la nostalgia de sus cuarenta años.

-Uno nunca se termina de conocer a sí mismo, Gabi... Siempre hay circunstancias nuevas y podés aprender de tus errores y...

-Pero ustedes... –la interrumpí, y tuve que buscar un bache en el llanto para tragar aire-, ustedes no saben lo que es ser yo.

-Por eso estamos acá.

Y entonces mi viejo, que hasta ese momento había escuchado la conversación inmóvil en un rincón de la pieza, se puso a llorar. Lloró a los alaridos, como aquella mañana en Mar del Plata. Pero la diferencia era que yo entonces lo estaba viendo a la cara. La boca en una mueca con forma de ocho horizontal y los ojos colorados llenos de agua. Como un chico. Llorando como un chico.

Cuando me levanté y lo abracé, el alcohol me bajó de un golpe. "Yo te admiro –le conté al oído-. Por eso me distancio. A veces te admiro tanto que tengo miedo de parecerme más a vos que a mí". Le pregunté si me había entendido y él me contestó que sí. Estábamos abrazados y él lloraba en mi hombro.

Al otro día, bien temprano a la mañana, me lo crucé en la cocina. Entonces me acordé de lo que había pasado la noche anterior. Me puse rojo y no pude hacer nada para cambiarlo. La vergüenza me dolió.

-Buenos días.

Quise saludarlo como si nada, pero él dejó la taza en la mesa y me sostuvo en un abrazo. Me abrazo fuerte, como si yo me quisiera soltar.

-Te quiero mucho.

-Yo también -le contesté.

Rogaba que terminara el asunto de una vez. Las demostraciones tan crudas de cariño me incomodan desde que me contaron cómo se tiene que portar un hombre. Quizás es algo que tendría que superar algún día. Lo que por el momento me consuela es la idea de que el amor entre dos personas, cuando es íntegro y recíproco, se sobreentiende. No hace falta demostrarlo todo el tiempo. Yo me redimo así.

La otra versión que encuentro en el abanico de recuerdos de mi padre es diametralmente opuesta a la anterior. Mi padre versión autista: otra actitud recurrente en él. Verlo callado, inexpresivo, perdido en su mundo interno, era algo común en casa.

Hay una escena que es muy ilustrativa. Viaje a Rosario. Hará unos años atrás. Yo iba a viajar solo, pero mi viejo insistió en alcanzarme a la terminal. Me arrepentí de haber cedido cuando descubrí que solamente había pasaje para las diez. Recién eran las ocho y él quería quedarse a esperar el micro conmigo. Yo le dije que podía esperar el micro solo. En realidad quería hacer ese viaje solo, y el rito de esperar a que llegara el micro en la terminal, con la mochila en un brazo y la expectativa inmensa de lo que pudiera pasar en los próximos días, era una parte esencial de mi viaje.

Pero él volvió a decirme que no tenía problema en hacerme compañía. Así que yo dejé las sutilezas de lado y le expliqué que no era por eso, sino porque quería estar solo, necesitaba hacer ese viaje solo para pensar.

-Ya vas a tener tiempo de sobra para pensar en el micro –me dio una palmadita en la espalda.

Y ahí se quedó. Lo más raro del asunto es que estuvo las dos horas callado. Para no caer en la exageración literaria, voy a decir que solamente abrió la boca una vez. Me preguntó la hora, yo se la dije y después volvió a su mutismo inmutable. Dos horas callado, fumando un habano atrás del otro; el humo subía en forma de hilo, hasta desarmarse en espiral. Silencioso, agolpando las palabras en su frente, como si el mundo a su alrededor no existiera.

El viaje estuvo bien, pero mi padre se había equivocado. El tiempo para pensar no me alcanzó. La verdad es que nunca me alcanza. Tengo la sensación de que nunca puedo pensar en mi identidad como se piensa en un paisaje, o en los ojos de una mujer, o en las palabras de un amigo. Mi identidad es algo muy abstracto, muy ideal y cambiante. A veces me pregunto: "¿Qué pensará de mí Fulano cuando hice o dije esto?". O: "¿Qué me habrá querido decir Mengano cuando hizo o me comentó lo otro?". Creo que cuando intento contestarme estas preguntas, se puede decir que estoy pensando en mí.

"¿Quieres ser John Malkovich?". Me fascina esa película. La escena en la que Malkovich se mete en el pasadizo secreto es una de las que más me inquieta. El pasadizo representa su subconsciente, y Malkovich, al entrar, puede tomar conciencia de sí mismo. Entonces pasa algo muy singular. De repente, todas las personas que Malkovich ve a su alrededor, todas, tienen su cara. Todas tienen sus ojos, su nariz y su pelo (su falta de pelo, en realidad). Todas tienen su misma voz, y con su voz dicen y repiten y le cantan un solo nombre: el suyo. La metáfora me encanta. Algo como lo que le pasa a Malkovich me pasa a mí cuando pienso en la gente que me rodea.

Mi viejo, por ejemplo, ¿también soy yo? Cuando reviso una y otra vez sus versiones, sus actitudes, ¿estoy juzgando las mías?

Esta mañana decidí dejar de considerarlo mi objeto de estudio, mi rival a vencer, y empezar a tratarlo como a un amigo. Desde la adolescencia que lo vengo idealizando a mi viejo. De esa época me quedó el vicio de idealizar todo, en realidad. Yo creía que cuando creciera se me iba a pasar. Que cuando pasara la adolescencia ya no me iba a sentir tan inseguro, revolviendo una y mil veces las mismas cosas.

Pero no fue así. No es así para nada. Hoy tengo veintitrés años recién cumplidos y sigo idealizando las cosas como si tuviera diecisiete. Las idealizo, las recuerdo, y después, con un poco de suerte o perseverancia, las escribo. Quizás hoy escribo un poco mejor que ese pibe que era yo cuando tenía diecisiete años. Con un poco más de orden, diría, para no ser injusto con él. Desde los diecisiete escribo casi todos los días, y hoy ya tengo veintitrés. ¿Por qué escribo?

Ahora, por ejemplo, estoy solo en mi pieza, escribiendo esto. Me empiezo a preguntar cuál es la gracia de escribir todos estos pensamientos. Me cuesta contestarme, al principio, pero después, cuando desempolvo las carpetas del armario y leo los desvaríos que escribía cuando tenía diecisiete años, me empiezo a sentir mejor.

Me doy cuenta de que en algún momento, dentro de no sé cuántos años (quizás a los noventa, si Dios provee), voy a releer lo que escribí esta noche y va a ser como si milagrosamente volviera a vivir esta edad. Voy a saber qué pensaba y cómo me sentía a los veintitrés años Voy a saber quiénes era, quiénes soy; todos los hombres que fui a lo largo de mis edades y circunstancias.

Así que, ya que estamos acá, aprovecho para dejarle en claro a mi yo del futuro esto: que ahora me siento bien con mi cigarrillo y mi cerveza, tranquilo y solo en mi pieza, escribiéndole antes de irme a dormir.

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