miércoles, 12 de marzo de 2008

Su casa: cuento de Fernando




Llevo varios días abandonada. Nadie ha pasado a saludarme. El tacto de las manos humanas se me va a olvidar. Estoy cansada de gastar todo mi tiempo tumbada, sin hacer nada, sin enseñar, sin escribir. Pese al ruido que se oye, estoy embargada por este marasmo diario. Miro, una y otra vez, el reloj de la pared. Los segundos caen como ladrillos. Lejos quedan aquellas horas en las que trazos suaves perfilando círculos, rayando cuadrados o simplemente escribiendo palabras fugaces, daban sentido a mi vida. Todo, una vez usado, era escrupulosamente eliminado. Pero a mi no me importa. Es mi liturgia. Delete dice la chiquillería gritona. Odio los anglicismo. Pero últimamente los oigo por todos lados. ¡Mándame un sms!; anoche no hablamos por el messenger; he colgado a mi hermana en youtube.

Los alumnos de sexto hay que ver lo que saben. ¡Han visto tanto mundo! Sin embargo, yo, que llevo toda la vida dedicada a la enseñanza, no he podido ver el Mundo que ellos ven; oír con lo que ellos se taladran sus púberes tímpanos o dejarme colorear el brazo, el pubis o uno de esos pechitos aún por desarrollar, con aguja y tinta. No; yo sólo a enseñar. Ser fuerte, duradera, indestructible. Siempre al pie del encerado para que todos me vean, me usen, y hasta me utilicen como arma arrojadiza. Y jamás me piden opinión. Soy una víctima de este sistema de democratización por abajo. Soy un despojo inútil.

Y ahora que lo pienso: ¿por qué no decirlo en voz alta y clara?

Eran las once. Sonó la campana. Los alumnos de sexto salieron en orden. Tres hombres, en fila, simulando un mini ejército de ocupación y vestidos con monos azules metálicos, cruzaron la clase en perfecta sinfonía. Los politonos de los últimos alumnos en salir, dejaban en el ambiente un cruce de notas que formaban la banda sonora de aquella hora.

¡Una, dos y tres! El trío, al unísono, descolgó la pizarra. Así, la única tiza blanca, de yeso, vieja, roma, caía al suelo. El más alto se la guardó en su bolsillo. Otros dos hombres anónimos entraron. Llevaban en su manos un rollo de papel blanco satinado, brillante. Es el couché de la nueva enseñanza. Y en sus manos un buen puñado de rotuladores de colores.

Ella, en aquella oscuridad, sentía que algo pasaba. A escasos segundos de hacerse la oscuridad total, vió una ráfaga de luz ante sus ojos que la cegaba, mientras un vendaval envolvía todo su cuerpo. Y una humedad fría y extravagante comenzaba a recorrer su desgastada estructura nívea.

Su tumba, un charco a la salida del colegio.
Para siempre, aquella mancha blanca duraría for ever en la entrada de la que fue, durante toda una vida, su casa.

2 comentarios:

Anna dijo...

Buena prosa, buen argumento.

Es bastante difícil imaginar y después poner en letras, el desgaste de objetos que tan cotidianos y queridos fueron en nuestra infancia.

Las nuevas tecnologías son progreso, pero nunca está de más, hacer menciones sobre aquellas pequeñas cosas, que en su día fueron grandes y nos ayudaron a aprender y también a soñar.

Bonito relato Fernando.

Un beso y suerte.

Mar dijo...

Me ha encantado este relato. Hasta me hace extrañar a cuando algun gracios@ hacía chirriar la tiza contra la pizarra, como se echa de menos.