domingo, 23 de marzo de 2008

LA CASA DEL POETA por Carmen Amaralis

Mala mía cuando decidí llevar a mi duende a visitar la casa delPoeta en Isla Negra. Un científico, más específicamente, undentista, no tiene por qué darle por imitar las excentricidades deun artista. Han pasado dos años y aún me parece verle recorriendo,con sus ojos bien abiertos, cada caracol, cada mascaron semidesnudo,y hasta el cuerno de aquel que un día fue el único colmillo de unpez en el alto mar de sus sueños. Ahí se detuvo tiempo suficientepara arrugar su frente en análisis profundo, y se le despertó laidea de convertirse en un ermitaño rodeado de cuernos.Cuando llegamos a la entrada del comedor casi tengo que sujetarlopara evitarme una vergüenza. Definitivamente en ese momento seevaporó mi esperanza de comprarme muebles de roble. Allí seencontraba su sueño hecho realidad. El duende midió la mesa en mediodel salón con el diámetro de sus brazos extendidos, parecía uncristo en delicias. Y digo mesa porque no sé cómo debe llamársele ala rueda de una carreta de bueyes con un cristal sobre ella ysostenida por un trípode.Cuando ya estábamos al final de la visita guiada, yo experimentabauna angustia indescriptible. Sentía la necesidad de pedirledisculpas al empleado que nos acompañó en el recorrido por la casa.No sé cómo el pobre hombre soportó tantas preguntas y toqueteos.Pero lo peor ocurrió cuando ya estábamos a punto de salir al patiofrente al mar y pasamos por el vestíbulo del caballo. Sí, así llamoyo al cuarto donde se encuentra el caballo de Pablo disecado y con lacola quemada por un fuego. Ahí sí que se le iluminó la mirada alduende comoa un loco. Acarició las ancas del caballo, y llegué a pensar que elresto de mi vida tendría que contemplar un ejemplar del hipódromosimulando una carrera embalsamada para toda la eternidad.Y el patio, ¡Dios mío, el patio!, allí respiré de alivio, dejandoque los vientos del Pacífico me acariciaran el rostro y refrescaranel infierno de mi centro. Entré en un trance de agradecimiento a lavida, respiré profundo el perfume del mar, dando gracias porque alfin salimos al cielo abierto, y cuando ya casi llego al éxtasis mássublime, un tremendo campanazo me destrozó los tímpanos. Alvoltearme a mirar de donde procedía tal estruendo, encontré alduende a punto de romper la campana gigante del poeta con su próximocampanazo.Corrí despavorida, no sé si alejándome del paraíso o dejando atrásla catedral del infierno. Sentía una mezcla de angustias eindescifrables desvelos por venir.Sí, dije desvelos por venir, y vinieron. Solo han pasado dos años deesa mágica y mística visita a Isla Negra, y les cuento que yatenemos la finca llena de campanas gigantes por todos lados:amarradas a las cúpulas de los árboles de mangos, en el sótano delestablo, en un trípode frente al charco más hondo del río que noscruza, y no sé en cuantos recovecos más. Tengo también una rueda decarreta con un cristal sobre la mesa de mármol, esperando por quelas patas lleguen de la ebanistería. Y como si fuera poco, debosoportar la mirada hueca de la cabeza de una vaca disecada y elcráneo de un chivo con sus dos inmensos cuernos a la entrada delgaraje. Su próximo proyecto es cavar nuestras dos tumbas, una allado de la otra, mirando al monte más verde. En la finca no tenemosde frente el Pacífico.De noche el duende me acaricia con ternura y con un rostro feliz medice:- "Mi vida, estoy creando un mundo de poesía solo para nosotros dos"-y mislágrimas lo confunden. Jamás me lo perdonaré, soy culpable de mispropias torturas.Solamente a una loca se le ocurre llevar a un duende a visitar lacasa de un poeta.

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